Me da pena Ábalos. Pena genuina, de esa que genera tristeza y compasión. Ábalos lo era todo hasta el sábado, el mismo día en el que aspiraba a ser aún más. Un fontanero elevado a los altares de la Patria con el partido en bloque al servicio displicente de su causa. Todo era suyo, hasta que de repente se dio cuenta de que no tenía nada. Cuando Pedro Sánchez dimitió después de que Mariano Rajoy conformara Gobierno en 2016 (hace cinco años, aunque parezcan cinco milenios), un desconocido José Luis Ábalos fue designado por Javier Fernández, entonces presidente de Asturias y presidente de la gestora del PSOE, como portavoz socialista en el Congreso.

Ese tono de cura de provincias con una profunda voz grave entonada al ritmo de los que se encantan escuchándose, compaginada con la chulería matona que tienen los que aspiran a ser héroes con aires mediterráneos, le convirtieron en diputado revelación y un arma de destrucción masiva al servicio del incipiente sanchismo.

Parecía de centro, y probablemente lo sea, porque la ideología de nuestro amado líder y presidente se caracteriza por ser la nada y el todo a la vez. Cuando Zapatero fue un problema lo era porque su concepto de España estaba a la izquierda de Podemos, pero en el caso de Sánchez es distinto. Le da igual el socialismo, el comunismo, el fascismo y hasta probablemente el budismo, aunque especialmente ignora el españolismo. Su única causa es él, y su única lealtad es consigo mismo.

España es indivisible para Sánchez, pero no en su configuración territorial, que le es irrelevante, sino en la separación de su ser: la patria y Sánchez son lo mismo, pero es la nación la que se adapta a él. Ábalos recibió en la tómbola el ministerio que más territorio permite hacer, lo que indica de manera explícita que de facto el partido era suyo: cuando tienes dinero y competencias para conectar territorialmente a España lo tienes para que cada región se pregunte si el peloteo indiscriminado que proceden a hacerte será suficiente para satisfacer el ego que requiere semejante rol. Ábalos ha puesto y dispuesto sucesiones al dictado de Ferraz, y hasta la imbatible Susana Díaz acabó saliendo por la puerta de atrás sin mayor ruido que el de una leve revuelta sofocada con purga socialista de la buena. Un partido a la medida del líder sin que éste se manche ni medio milímetro de su pretendido esbelto cuerpo en sangre.

Hace un mes nuestro aspirante a Kennedy, que es algo más Torrente que marido de Jackie, le consultó a Ábalos los cambios que debía hacer en el Gobierno para perpetuarse después de que aquel lugar llamado Murcia acabara con la hegemonía plenipotenciaria sanchista. Planificaron la decapitación de Iván Redondo, el destierro dorado al Consejo de Estado de Carmen Calvo, la desaparición de Laya, Celaá y otros tantos nadies con ministerio. Ábalos se vio líder, y quizás hasta sucesor. Lo planificó hasta el último detalle y respiró aliviado con su obra. El sábado, descorchando el champán de la victoria, llegó la llamada. Y como en la fábula del escorpión y la rana, la sociopatía sanchista hizo gala. Todos purgados a imagen y semejanza del plan de Ábalos, pero con Ábalos ejecutado en el centro de la plaza. Es la naturaleza de Pedro, claro. Como si alguien más que él mismo pudiera evitarlo. En fin, que me da pena José Luis. Merecía una muerte más digna. Al menos, con ira. ¿Hay algo peor que ser ejecutado a desgana? Por nadie pase semejante ordinariez.