Las Administraciones públicas deberían, por una vez y sin que sirva de precedente, ser las primeras en empezar a cambiar, no solo el horario de apertura de sus oficinas e instalaciones, sino nuestras propias costumbres.

Lo de ayer no fue un hecho aislado. Cada año que pase, los días de asfixiante calor irán aumentando, los veranos serán más calurosos y largos, los inviernos menos fríos y las lluvias llegarán con arena como compañeras de viaje; no serán esporádicas, al contrario, como estamos sufriendo ya, ahora es extraño el día en que llueve sin que el barro llene nuestras calles, terrazas y coches.

Lo que ahora nos resultaría extraño, dentro de unos pocos años será absolutamente normal y lógico que los museos abran de 8 a 12 y de 18 a 22 horas, que las oficinas de turismo, que a media mañana están vacías y desoladas, con empleados públicos viendo pasar el tiempo, serán una pérdida de productividad absurda, como tener a gente esperando a las puertas de las oficinas administrativas a pleno sol a las doce del mediodía.

Cuanto antes las Administraciones públicas se pongan a planificar los horarios del próximo verano, mejor que mejor.

Seguir manteniendo edificios administrativos mastodónticos, mientras seguimos llenando la atmósfera de Co2 a través de los cientos de miles de aparatos de aire acondicionado que intentarán mantener los interiores de esos edificios a 21 grados a pleno día; hacer desplazarse a otros tantos cientos de miles de empleados públicos a primera hora, y que vuelvan a sus casas cuando el termómetro supere con asiduidad los 40 grados a las tres de la tarde, es un auténtico disparate.

El desierto avanza inexorablemente, y tenemos dos opciones: seguir actuando como si la emergencia climática no fuera con nosotros o empezar a cambiar nuestras costumbres y horarios.

La gente terminará optando, en los meses de junio a septiembre, por resguardarse del sol, millones de turistas nos elegirán, pero no en los meses de verano, incluso nosotros mismos, cuando la pandemia pase a los libros de historia, cuando lleguen los meses de julio y agosto, nos iremos a buscar otras latitudes.

Las enfermedades de la piel irán en aumento, los melanomas encontrarán en nuestra piel su mejor caldo de cultivo, y los golpes de calor no serán extraordinarios.

La construcción y la agricultura tendrán que asumir más pronto que tarde, que trabajar a pleno sol no solo es inhumano en verano, sino que correrán un grave riesgo de accidentes laborales por culpa de las temperaturas.

Hay alternativas, existen otras formas de prestar un servicio público en verano sin tener que hacer pasar a los usuarios horas de calor y agobio, tenemos que abrir nuestros monumentos, museos, iglesias y catedrales a los amaneceres y los atardeceres, el teletrabajo no puede ser un día a la semana, los horarios especiales de verano no deberían enfocarse exclusivamente a salir a las 14.30 en vez de las 15,30, de lo que estamos hablando es mucho más serio, es de nuestra propia salud.

Si las Administraciones públicas quieren seguir obviando la emergencia climática, si seguimos manteniendo absurdos horarios, haciendo a la gente ‘sufrir’ las colas en medio del calor, si no somos capaces de darnos cuenta de que el cambio climático ha venido para quedarse, estaremos haciendo un flaco favor a la sociedad.

Ya que nadie parece dispuesto a abrir el melón de la revolución que necesitan las Administraciones públicas para adecuarse al siglo XXI, esperemos que por lo menos no le demos la espalda a la emergencia climática. Nuestra salud, la de los trabajadores del campo y la construcción, las oficinas bancarias, incluso la de los usuarios y turistas, va en ello. Si no hacemos nada, habremos perdido una gran oportunidad de adecuarnos al nuevo siglo.