Quienes me leéis ya os habéis dado cuenta de que cada día recelo más de los que miran todo con lupa, deteniéndose en los detalles de lo muy cercano y desdeñando la amplitud que da mirar al horizonte y, si es posible, el viajar, ver mundo, conocer otros paisajes, otras gentes y otras culturas. Insisto en que la querencia por el terruño y la patria de nuestra infancia, no nos tiene que hacer caer en la tentación nacionalista de creernos propietarios de la ínsula Barataria de nuestro entorno, señores de su pasado, gobernadores del presente y dueños de su futuro. A estas alturas de la existencia, ya deberíamos tener claro que estamos aquí de paso, que la vida son tres días, que cada vez se nos van más seres queridos y que no hay nada más absurdo que dedicar el escaso tiempo que vamos a estar por este mundo a afanarnos en atesorar lo que se nos escapa entre los dedos.

Mi madre, una mujer fuerte que llevó para adelante un hogar, cuatro hijos y una finca con sus huertos, su granja y su ganado, hoy pasa sus días cuidando el vergel de hermosura de sus macetas del patio. De entre ellas, de un tiesto sin apenas tierra, le crece una especie de cactus larguirucho que trepa por la pared y por las rejas de las ventanas: se trata de la pitahaya, de la que una vez al año crece una inmensa y hermosísima flor de un día, que viene a justificar, de manera espectacular pero efímera, toda la existencia anodina de la planta. Una tarde suele abrirse, como un espectáculo insólito y milagroso y a la mañana siguiente se cierra sobre sí misma y se desvanece como lágrimas en la lluvia. A veces la propia flor se autofecunda y otras lo consigue gracias a los murciélagos u otras aves nocturnas. Si la floración es un milagro, el fruto, carmesí, carnoso y dulce, es un verdadero regalo de la naturaleza, un premio para quienes saben esperar, para quienes confían de que nazca lo bueno de la aparente inútil existencia de esta aburrida y modesta planta.

Mi madre me llama para que vaya corriendo a hacer la foto de esta sorprendente e inmensa flor, ella sabe bien que la fotografía puede hacer eternos los fugaces momentos de nuestra vida breve. Ella quiere que le devuelva de una vez el álbum familiar que me traje de su casa para escanear, una a una, todas las pequeñas fotos en blanco y negro de aquellos momentos de su juventud, sus amigas, su noviazgo y aquellos años con sus hijos pequeños. Tengo que hacerlo pronto, porque a mi madre le gusta abrirlo de vez en cuando, recordar los tiempos que no volverán, ver a mi padre, a mi abuelo Antonio y mi abuela Magdalena, mi tío Manolo, mi tía Piedad, mi madrina Matilde, mis primos Manolo y Pedro, mi tía Lola, mi tíos Paco, Pepe, Guillermo… y ahora Rosendo… A sus 84 años, cada día tiene más seres queridos en al otro lado de la existencia. Ella se aferra a los cuidados de sus plantas y a cocinar y hacer dulces cada vez que puede para sus hijos y sus nietos. A Marina le manda cajitas de cordiales a Londres y ahora está encantada porque por fin la tiene aquí unos días después de más de año y medio sin poder venir por la pandemia.

La vida, como la flor de la pitahaya, es un regalo inesperado y hermoso, pero que pasa demasiado rápido. Sólo nos quedan algunas fotos y algunos recuerdos. Estos días estoy fotografiando y catalogando los dibujos y pinturas de Marcos Amorós, compañero de ArtNostrum que nos dejó repentinamente en septiembre del año pasado, se jubiló con 60 años y estaba lleno de vida, de proyectos, de bonhomía y de ganas de vivir y de disfrutar con sus hijas, su mujer y sus amigos. Ni siquiera tuvo tiempo de celebrar la jubilación en la casa de su amigo Lute, en Los Alcázares. La barbacoa en su honor nunca se pudo hacer y todas aquellas cosas que le bullían en mente creativa nunca serán llevadas al lienzo. En su última exposición, Trikel, en Casas Consistoriales de Mazarrón, me dijo: «Javier, voy a dar un cambio a mi pintura que no te imaginas, ahora que voy a tener más tiempo me voy a embarcar en un gran proyecto pictórico que va a sorprender, lo tengo todo en la cabeza…». El hombre propone y los dioses disponen. Hay que coger la rosa antes de que se marchiten sus pétalos, disfrutar el momento, carpe diem, que decían los clásicos, el ciclo de la vida…

Estos días se nos está yendo, poco a poco, Maite Defruc, la gran escultora, a quien tanto queremos, a quien tanto admiramos y a quien tanto le debemos. Tengo claro que los llamados artistas o trabajadores de la creatividad, como yo les digo, se dedican a esta hermosa y, a la vez, dura actividad, porque, en cierto modo, todos tenemos el sueño de tener una porción de esa divinidad que te permite crear cosas que antes no existían, hacer un mundo más habitable o curar y sanar el alma como los médicos y los cirujanos cuidan el cuerpo, o como mi madre convierte la desolación de un patio enlosado en un vergel lleno de alegría y color, cobijo de las mariposas e inspiración de los pájaros cantores.

Quienes hemos pasado del medio siglo somos conscientes del regalo que supone seguir disfrutando de una madre, pero ya empezamos a sentir la ausencia de los amigos que se fueron y los que se empiezan a ir. Lo único cierto es que la vida es muy breve, un soplo que no sabemos si responde a algún plan premeditado de la divinidad o es el fruto de un cúmulo de maravillosas casualidades que nos han traído hasta aquí. Pese a mi afición por la lectura de artículos de divulgación científica y por la visión de documentales de todo tipo, he de reconocer que, cuanta más información tengo sobre la formación del universo y el surgimiento y la evolución de la vida, más pequeño me siento y más me lleno de dudas y de asombro.

Acercarnos a la descomunal inmensidad del universo a través de los telescopios o sumergirnos en el insondable y minúsculo micromundo a través de los microscopios, nos viene a poner en nuestro sitio. La sabiduría popular, recogida en esa frase recurrente en los duelos de ‘no somos nadie’, lejos de ser el reflejo de una resignación que nos conduce a juntar las manos para rezar por lo que nos espera o a bajar los brazos para renunciar a cualquier inútil intento de mejorar el presente, debería lograr empoderarnos, haciéndonos conscientes de que somos un engranaje, ojalá necesario, en un universo interrelacionado. Ojalá hayamos aprendido que no estamos destinados a crecer y dominar la Tierra, como se nos dijo, y que si un minúsculo virus lo puede cambiar todo, el género humano tal vez aún esté a tiempo de hacer algo beneficioso por el planeta.

Hemos demostrado que de nosotros se puede esperar lo peor, ahí está el negocio del odio, el negocio de las guerras y el negocio de la de la destrucción de la naturaleza, pero también hemos demostrado que podemos crear cosas hermosas, patios, jardines, obras de arte y pensamiento, frutos que trascienden a nuestra efímera existencia. La cultura, mucho más que la tecnología, es el verdadero legado de la humanidad. Nuestro paso por el universo, que empezó muchísimos millones de años después del principio de los tiempos, tal vez termine muchísimos millones de años antes del final de los tiempos. Lo que es absurdo es dedicar nuestro minuto de gloria a enfrascarnos en las minúsculas batallitas entre los unos y los otros, por un quítame allá esas pajas, por una banderita u otra, por un idioma u otro, por un trozo de terruño u otro…

Voy a quedarme toda la noche al fresco, contemplando desde la hamaca la flor de la pitahaya del patio de mi madre. La vida es un soplo y la vida de todos los seres debería ser sagrada, incluso la vida de nuestros semejantes, tengan el color que tengan, vengan de donde venga (en este planeta todo está muy cerca), hablen el idioma que hablen, tengan la religión que tengan y besen a quien quieran. No podemos dejar que la vida se nos escurra como espuma del mar entre los dedos, ni mucho menos destruirla.