Llevo semanas leyendo quejas incesantes en Twitter sobre las fotos que cada español que puebla el Reino publica en Instagram vacunándose, generalmente con cita célebre sobre la esperanza y hashtags motivadores que bien podrían estar escritos en un azucarillo. Poesía de Paulo Coelho subvencionada por Pfizer, que es la que ya nos toca a todos.

Al parecer la felicidad de lo cotidiano es insultante para una parte reseñable de nuestra población. Murcianos que han estado casi un año encerrados en casa a pesar de su salud mental, y probablemente también de la física, no pueden publicar lo que les dé la real gana sin ser sometidos al juicio de los puristas morales de lo socialmente correcto. Ser uno más ya no toca, ahora se premia la diferencia y el vanguardismo y, lo que es sustancialmente peor, se sanciona lo normal.

Ser del montón es un derecho, y ser feliz con ello casi una bendición. Hay muchos españoles que sólo escuchan las canciones del verano y no conocen el último disco del último artista indie que empieza a emerger en las calles de Londres, y eso está bien. Hay personas que compran el conjunto entero de un maniquí para saber combinarlo, y eso es fantástico. Los hay que montan habitaciones plagiando estancias completas del catálogo de Ikea, o los que repiten hasta el último milímetro del último viaje que ha hecho su influencer favorito. Y eso es genial.

Tener una personalidad definida y marcada convierte a muchas personas en interesantes, igual que tener un trabajo diferente, un corte de pelo extraño o ser extremadamente gracioso. Pero ser una persona del montón, ni feo ni guapo, ni especialmente listo ni especialmente tonto, ni con demasiado estilo ni siendo un hortera, con un empleo normal, una familia del montón, vacaciones en La Manga y viaje una vez al año en Ryanair a Roma o París está, ante todo, bien.

Durante muchos años hemos luchado por el derecho de los demás a ser diferentes. A que se respeten todas las orientaciones sexuales, a que no haya discriminación por sexo ni por edad, y a que la libertad individual permita a cada cual vivir su vida como considere oportuno, por muy extravagante o rara que sea su elección. Pero habiendo conquistado esos derechos, absolutamente necesarios en una democracia liberal asentada (como la que había en España antes de que llegaran los felones estos que pueblan Moncloa), ahora el verdadero peligro de censura social es ser normal.

Tener que soportar a la turba de los que componen el faro moral de occidente por auto-desginación es agotador, especialmente cuando censuran que uno no tiene personalidad si tiene la misma chaqueta amarilla que todo el mundo se compra en Zara («¡vas a ir igual que todos!»), su cantante favorito es el que todo el mundo baila en la discoteca (ese que nadie dice escuchar pero luego es número uno en su Spotify), su libro preferido es alguno de Dan Brown (que sí, que escribe fatal, pero El Código Da Vinci se lo ha comido con patatas media humanidad), o que publica una foto vacunándose como han hecho el resto de los mortales a los que les hace ilusión ese pequeño detalle que implica recuperar su libertad.

Igual que antes ser distinto era un derecho, ahora ser aburrido es una elección. Qué infeliz había que ser para castigar al diferente, y qué amargado para señalar al ordinario.

Como si ser uno más no fuera una suerte. Quién lo pillara de vez en cuando.