A Casado se le desencajó visiblemente el rostro. Almeida comenzó a buscar nerviosamente miradas que mostraran complicidad o, al menos, comprensión. Y no era para menos: a un metro de ambos, la ínclita presidenta Ayuso, ante numeroso público y medios de comunicación, acababa de pedirle al monarca, Su Majestad Felipe VI, que se negara a firmar los indultos de los presos catalanes que el Gobierno iba a poner encima de su regia mesa. Es decir, instaba al Rey a quebrar la Constitución para poner coto a la traición consumada por un Gobierno felón, aliado de separatistas, que con los indultos perpetraba, según su criterio, una manifiesta ilegalidad. Estaba clamando, en suma, por un golpe de Estado, con el mismo tipo de excusa que exhibieron los golpistas del 36: el Gobierno electo (aunque no legítimo) se ha salido de la ley, siendo preciso y urgente un acto firme de corrección que restablezca la senda constitucional.

Después intentan que nuestra Justicia, por naturaleza connivente con los reaccionarios, anule los indultos, recurriéndolos ante el Tribunal Supremo. Pidiendo, en suma, que el poder judicial se entrometa en una competencia que, desde el siglo XIX, es atribución exclusiva del Ejecutivo, que puede obrar con total libertad en este ámbito sin que los informes judiciales resulten vinculantes. Claman, en definitiva, por un golpe judicial, toda vez que Felipe VI no ha querido pasar a la historia como el monarca que incumplió con su obligación de refrendar los actos del Gobierno.

En éstas estamos cuando llega Aznar, el que faltaba, y se permite llamar a apuntar y no olvidar a los empresarios y autoridades eclesiásticas que han tenido la osadía de entender los indultos como una oportunidad para la convivencia y, de paso, para los negocios.

Es decir, el del trío de Las Azores que nos llevó a una guerra en base a mentiras, el que nuevamente mintió a los españoles y españolas sobre la autoría del 11M, el que se rodeó de corruptos hoy imputados o condenados, erigiéndose en autoridad moral del país, lanza una amenaza explícita a aquellos sectores sociales que, considerándolos de los suyos, han traicionado (otros traidores) las más sagradas esencias de la patria.

Las derechas españolas, orbitando en torno a Vox y Ayuso, están en modo Capitolio, buscando el hueco para el asalto al Gobierno que, muy a su pesar, es tan legal como legítimo. Pero se encuentran con una sólida mayoría parlamentaria que, a pesar de sus diferencias con el Ejecutivo en no pocas cuestiones, cierra filas frente a la amenaza del trumpismo. Ello genera una sensación de impotencia en el conservadurismo ultra que precipita a éste hacia posiciones rayanas en lo ridículo, como exigir elecciones inmediatamente o amenazar con una nueva moción de censura, a pesar de que saben que no les dan los números. Emplazan a las autoridades comunitarias a que impongan condiciones estrictas a España para merecer la recepción de los fondos de reconstrucción (patriotismo pata negra); y adoptan un lenguaje bronco, violento, francamente desagradable.

A la mencionada impotencia hay que añadir la desesperación de quien, a dos años vista (lo que falta para las elecciones generales) percibe la posible consolidación de un Gobierno que se va a ver beneficiado de una lluvia de decenas de miles de millones de euros procedentes de la Comisión Europea, en un contexto (si no lo fastidia una recidiva del Covid) de fortísimo crecimiento económico que, en caso de ir acompañado de las medidas contra la desigualdad pactadas en el programa de Gobierno de coalición (vivienda, salario mínimo, marco laboral, etc), asentarían un amplio consenso social en torno a quien gestiona estas circunstancias: la izquierda gobernante.

Unamos a todo ello una probable, aunque no segura, pacificación de la cuestión catalana, así como el hecho de que electoralmente las derechas presentan un déficit crónico en territorios (Cataluña, Euskadi) que son imprescindibles para conseguir mayorías parlamentarias, y empezaremos a comprender el fuerte estrés que en el Congreso, en los actos públicos y en las redes sociales exhiben unos personajes profundamente azorados, también por el horizonte penal de la corrupción que los carcome, porque no conciben no estar en el poder, en el entendimiento de que éste les pertenece por el orden natural de las cosas. De suerte que cuando son otros quienes lo alcanzan, siempre (Aznar dixit) hay oscuras y siniestras razones detrás.

Hay demasiado odio en la forma de hacer política de nuestros trumpianos como para ignorar la conclusión de que si se pudieran abstraer del contexto histórico y político en que vivimos, recurrirían a la fuerza para imponerse, toda vez que por las urnas lo tienen un poco crudo a medio plazo. Ya lo hicieron en el pasado, y muchas veces. Y si ahora no intentan esa vía es, sencillamente, porque en el cuarto país de la eurozona no cabe un golpismo cuartelero y cutre.

De momento, su comportamiento subversivo se circunscribe a la lawfare (con actitudes judiciales que sabotean la agenda progresista) y a la excitación agresiva de su parroquia. Pero con las ganas de hacer lo de siempre se quedan.