En las últimas semanas se han celebrado oposiciones a profesor de secundaria por toda España. Ahora mismo, mientras escribo, algunos de los más afortunados están defendiendo su programación frente a los tribunales. Otros tuvieron que llevarse una gran decepción. Después de un año extenuante, con la pandemia de por medio, después de horas y días y semanas y meses dedicados a preparar las pruebas, después de todo eso, llega el gran día: las calificaciones ya están colgadas. Uno abre el documento con cierta esperanza para, finalmente, descubrir que su nombre no aparece en la lista de los que han superado la prueba.

Oposiciones. La tiranía del mérito o el sueño español del funcionariado

Puedo decir, de primera mano, que es como un jarro de agua fría. El lunes 28 yo me quedé algunos minutos mirando fijamente la pantalla del ordenador, esperando que se tratase de algún error: quizás no había mirado bien, quizás, en cualquier momento, mi nombre aparecería ahí, resplandeciente. Pero eso no sucedió. En aquel momento, todas mis expectativas, todas mis ilusiones se resquebrajaron. Mi vida se había vuelto a poner en pausa, al menos por dos años más. Esta misma sensación la experimentaron muchos más: apenas alrededor del 25% de los candidatos superó la primera prueba en la especialidad de filosofía.

Hay muchos opositores que, con mucha razón, denuncian lo injusto del sistema −falta de criterios de corrección realmente objetivos; poco peso de la experiencia docente…− sin embargo, el problema es mucho más radical, más profundo, más preocupante y urgente. La mayoría de los opositores considera que, en cierta medida, ‘merece’ el aprobado o la plaza; cree que se ha esforzado muchísimo, cree que merecía una mejor calificación… Esto no lo pongo en duda, pero, más allá de eso, yendo a la raíz del problema, hemos de analizar el concepto mismo de ‘mérito’ y, con él, el de meritocracia, ese sistema de reparto de premios del que se jacta Occidente.

Esa tarea es la que se propone Michael Sandel en su último libro: La tiranía del mérito. En ese libro, Sandel analiza un gran fraude que fue destapado en Estados Unidos, en el año 2019, por el cual, padres muy ricos recurrían a sobornos y a todo tipo de artimañas para conseguir que sus hijos ingresaran en universidades de élite como Yale o Princeton. Sandel considera que el verdadero problema va más allá de que esas familias incumplieran el supuesto ético de que uno ingresa en la universidad por sus propios méritos. Analistas de todo el país hicieron críticas de todo tipo a este fraude, pero ninguno cuestionó ni llegó al concepto capital que vertebra todo el sistema: la idea de mérito.

Sandel nos invita a pensar por qué esas familias estaban dispuestas a pagar la cantidad que hiciera falta para que sus hijos entraran en esas universidades. Al atender a esto encontramos que el verdadero problema es el significado que tiene dejar de pertenecer a la élite para pasar a engrosar las filas de la clase media: sumidos en una nueva crisis, la exclusión de ese privilegiado grupo supone el sometimiento a un mundo laboral precario e incierto que, en cualquier momento, puede expulsarte de esa clase media para hacerte caer bajo el umbral de pobreza. Sandel considera que no hay que cuestionar simplemente si las personas que ingresan en las grandes universidades son merecedoras de ello, sino plantear que la universidad no debe ser el filtro que decida si tu vida contará con todas las condiciones para vivir dignamente o no.

Por ello, la conclusión es clara si nos volvemos a ocupar de las oposiciones: no se trata sólo de volver al individualismo y defender que nosotros, opositores sacrificados, merecemos un aprobado o una plaza; se trata de pensar que, al margen de los méritos, todos merecemos condiciones laborales dignas.

¿Por qué uno siente que su vida se resquebraja con un suspenso en la oposición? No es tanto por la vocación, no es tanto por el esfuerzo, es porque, para la mayoría de opositores, es eso o el abismo más absoluto; es un trabajo de profesor, con unas condiciones laborales envidiables para la mayoría de la población, frente a trabajos absolutamente precarios.

¿De verdad hay alguien que merezca esa precariedad? Es decir, dadas las plazas y el número de opositores, la mayoría de los candidatos puede que jamás consiga una plaza, quizás algunos nunca aprueben la oposición ni tampoco lleguen a trabajar. ¿Merecen ellos una vida inestable? ¿Y los que no se presentan a oposiciones, los que quizá sólo tienen el título de ESO? ¿esas personas merecen una vida inferior a la de los que han estudiado? ¿Por qué nos empeñamos en defender el sistema? ¿Por qué no gritamos alto que no estamos dispuestos a competir en un juego en el que los perdedores lo son de modo absoluto? ¿Por qué no gritamos que todos, absolutamente todos, merecemos unas condiciones de existencia dignas? Tal vez no merezca ser profesora, pero eso no debe significar que no merezco vivir con dignidad.

Suelo decir a mis alumnos que, si algún día consigo la plaza, jamás me oirán decir que merezco tener más o vivir mejor que, por ejemplo, una limpiadora. Lo único que merezco, si he demostrado mi idoneidad para ello, es ser profesora, nada más, ni nada menos. Pensar lo contrario es sólo una coartada más para defender la injusticia, una estrategia que usan los privilegiados para justificar su posición y acallar su conciencia.