Reconozco que no termino de dominar las redes sociales, y estoy empezando a pensar que pertenezco a esa generación bisagra que, no siendo nativos digitales, aunque las medio entendamos, nunca las dominaremos, qué le vamos a hacer. Cuando no sé cómo se hace algo, o no sé cómo he llegado a esa página, me dan ganas de seguir el consejo de la Abuela María, de darle a todos los botones cuando no salía en la tele lo que ella buscaba, sin contemplaciones.

El caso es que, en una de esas visitas involuntarias, me salió la historia de Nadia Nadim, ¿tú sabes quién es? En su país de adopción, Dinamarca, la conocen por ser la primera futbolista de la selección nacional que es de origen extranjero. Ella, junto con su madre y sus hermanas, huyeron de Afganistán cuando el estallido de los talibanes, y el destino les llevó a aquel país.

Esta chica y su familia tienen una historia increíble que, en este mundo de apariencias y de ídolos bobalicones, como es natural, pasa desapercibida. Es la historia de qué clase de problemas son verdaderas desgracias, y qué clase de actitudes pueden ser la llave para huir de ellas.

Lo primero es que sus padres eran personas formadas. Con unos hijos adolescentes, o camino de serlo, como son los míos, resulta muy importante para mí que sus alter ego, los ídolos a los que siguen, tengan cabezas amuebladas y espíritu de sacrificio. Sencillamente porque la vida es una carrera de obstáculos, unos más grandes que otros. Y no siempre se resuelven solos. Para esta chica, sus ídolos, sus padres, fueron quienes le ayudaron en el camino, tanto por las decisiones que tomaron en momentos críticos, como por el acceso a la cultura que había en su casa y que le permitió a Nadia adaptarse a circunstancias difíciles que se fue encontrando.

Cuando su padre, un general del ejército nacional, fue asesinado por los talibanes, la situación de la madre y las hermanas de Nadia se complicó sobremanera, ya que se encontraron solas y desamparadas, en una sociedad donde la mujer es menos que un mosquito. Nadia cuenta cómo otras mujeres afganas no supieron ver la magnitud del problema, y con el tiempo fueron condenadas a abandonar trabajos, dejar de conducir, no salir a la calle solas…

Por el contrario, su madre, que en tiempos normales había sido directora de un colegio, tomó la decisión de salir del país, con la determinación de quien sabe que el viaje solo podía ser de ida, ante la evidencia de no haber en Afganistán la menor oportunidad ni para ella ni para ninguna de sus cinco hijas.

Con pasaportes falsos, pagando a traficantes de personas, consiguieron entrar en Italia, y una vez en territorio europeo, escondidas en un camión, llegaron a Dinamarca. En su periplo, pasaron por campos de refugiados, y por peticiones de asilo, hasta poder tener una vida normal en Dinamarca.

No digo nada sobre la patada que tal historia supone, para los códigos penales de cada uno de los países que atravesaron ilegalmente. Y aunque tiene un final feliz, no deja de ser una temeridad manifiesta, y qué suerte tuvo esa mujer de poder terminar el viaje.

Pero es una historia real, de cómo un nivel cultural alto permite valorar las circunstancias que nos rodean, cómo nunca cae en saco roto el estudio o la formación, y cómo tener espíritu de lucha y de sacrificio pueden cambiar el destino, para dejar atrás una vida miserable y volver a tener, de nuevo, la vida por delante.