Acabo de leer la novela El equipaje del Rey José, un episodio nacional de Galdós. Me ambiento así para la novela que estoy escribiendo. Yo no me documento, me sumerjo en el ambiente de lo que tengo que escribir. No escribo sobre fichas y datos en frío. Admiro a quienes lo hacen. No es mi caso. Como tampoco es el caso esta confesión literaria mía. El caso pertinente es la metáfora de esta novela. El equipaje del Rey José eran los tesoros, artísticos y en metálico, que el bonapartino se llevaba, robados todos, cuando tuvo que huir a su tierra, porque su hermano el Emperador le había detraído casi 100.000 hombres del ejército de ocupación en España para defender el propio territorio francés, tras la derrota en Rusia ante el General Invierno. José salió hacia Valladolid, para seguir cargando ‘equipaje’, y luego seguir a Vitoria y Biarritz. Pero Wellington, con sus tropas inglesas, portuguesas y españolas, fue a la salirle al paso. Lo hizo en Vitoria. Galdós cuenta la peripecia de una familia española cainita, padre y dos hijos, uno de ellos bastardo y afrancesado, que acaban matándose entre ellos: metáfora del pueblo español intemporal. En el camino de la Puebla de Arganzón, en Treviño, a la misma Vitoria, la inmensa caravana de botín y de afrancesados con todas sus pertenencias, se bloquea. José y su robado botín no pueden pasar de Vitoria. Y, dejando a todas esas riquezas abandonadas, monta a caballo (ni siquiera calesa o tilburí) para volver sobre sus pasos y buscar Pamplona, a fin de salir del país de su intruso reinado. El botín se queda en la llanada desde La Puebla a Vitoria.

Galdós describe el dantesco paisaje de los afrancesados asaltados primero por los guerrilleros españoles, por los lugareños después y por los ingleses por último. Poco antes había sido arrollados por los caballos y los cañones franceses que iban tras su rey. Robos, atracos, violaciones, niños abandonados, crueldad y miseria humana por doquier. En esto que llega Wellington, y en lugar de mandar el equipaje del Rey José de vuelta a Madrid, se lo queda y, ya en Londres, pregunta a Fernando VII que cuándo se lo devuelve. El rey felón le regala ese tesoro artístico que José pensaba llevar a París. Ni París, ni Madrid: Londres. Esto ya no lo cuenta Galdós. He visto El Aguador de Sevilla en Apsley Road, y he sentido emoción y rabia, a partes iguales.

Bueno, pues Galdós retrata la España intemporal: los españoles matándose entre ellos, y sus riquezas disputadas a cara de perro por extranjeros y españoles prepotentes quedándose con el botín. Ahora, los españoles no se matan. Los últimos españoles que mataron fueron los de ETA. Pero ganaron la guerra al dejar de matar. Y en nuestros días, quien tiene la mayoría de un voto se considera con la autoridad suficiente como para cambiar la vida a los demás, que es la manera moderna de matar: imponer al otro la propia ideología, teórica y prácticamente. La riqueza nacional sale en forma de energía (atómica), pagada a Francia o a Marruecos su energía de carbón contaminante que tenemos prohibido en España. Y más cosas que harían larga esta lista.

Lo dicho: Galdós lo sabía. Lo escribió en 1875.