A pesar de conocer la existencia histórica de mujeres pintoras a través de autores reputados de la Antigüedad, como Plinio el Viejo, que en su Historia Natural mencionaba a Tamar, Irene, Marcia, Calipso, Aristarete, Laia y Olimpia; este dato, y todos los que le siguieron sobre mujeres artistas, incluso las mencionadas por Vasari en sus Vidas, fueron en su mayor parte ignorados, ya que la mujer y la representación femenina fue utilizada principalmente, mayoritariamente, en el Arte, bajo la adscripción de figura alegórica.

Es paradójico que al igual que en las ‘nueve musas’, la representación de ‘la mujer como pintura’, es decir, como representación alegórica del arte, fue muy usada y corría en paralelo a la imposible visión o concepción de la mujer como artista real, es decir, como artista histórica.

La representación de la mujer pintora, escultora, etc, por otra parte, hubiese sido imposible en una estructura social y psicológica constituida durante siglos sobre la base de la pasividad intelectual, profesional y social de las mujeres, en definitiva, sobre la noción de la incapacidad femenina de un lado, y por el otro, de la incesante actividad productiva de los hombres, resultado natural de la reconocida y exaltada ‘capacidad’ masculina.

Esto es, una jerarquía de poder (de saberes y de roles) en que a la mujer solo se le permitía ejercer en el ámbito de lo doméstico, de lo privado, subrayando sus funciones más biológicas, más ‘animales’, más generales y menos determinantes de un destino ‘personal’.

Pero no solo eso, sino que, en esas representaciones en las que el hombre es el protagonista histórico o literario (estoy pensando en un gran general, escritor o científico) la mujer sirve para aludir a lo ‘abstracto’, al tema, a las virtudes, hazañas o profesión del hombre ‘concreto’: su valentía, su ingenio o su creatividad. Y esto, lejos de servir para ensalzar a la mujer, es otro modo más de convertirla en objeto, aunque no el más obvio (que ya sabemos que está ligado a su ‘uso’ sexual), y difuminarla en un paisaje alejado de cualquier realidad.

Es frecuente encontrar a la mujer en ese rol, y a lo largo de los siglos, se la puede ver encarnando distintos símbolos, que van desde la representación de la Abundancia hasta la Libertad, pasando por la Justicia, por poner algunos ejemplos muy habituales de esculturas o monumentos que están distribuidos en ciudades o museos, entregados al estrepito de las calles, a la mirada distraída del ciudadano o ciudadana común. Igualmente, en los museos, la figura de la mujer sirve para alegrar el sombrío semblante del hombre extraordinario y nos encontramos con desnudos femeninos de rosa y oro, como un presagio de aurora, que alivian la severidad melancólica de los hombres de pintura. Por lo tanto, vemos cómo asociada a su figura, meramente decorativa, está presente su carácter definitivo de adorno anónimo.

Es decir, si en una escultura o cuadro se representa a un hombre, sabemos, y podemos leer en la base de la obra que se trata probablemente del retrato de un hombre concreto, imaginario o real: Ulises o el doctor Pasteur; pero si es una mujer… la representación suele perder su carácter concreto para fundirse en un ‘bello’ símbolo general, cuyo significado viene dado por el añadido de unos elementos, cuya iconografía determinada sirve para saber si representa la Aventura o la Medicina.

Este uso de la figura femenina, sobre todo ligada a su temprana asociación a las artes y a la necesaria ‘Belleza’ de éstas (característica de la que las artes no se desprenden hasta el siglo XX) ha dificultado, entre otros muchos factores bien evidentes, una aceptación ‘visual’ de la mujer como artista. Y aún más grave, una consideración de la mujer como individuo particular con rasgos propios, sueños independientes, ambiciones personales, y protagonismo, aunque sea solo el de su propia vida, en el mundo real.

Por lo tanto y de modo curiosamente paradójico, la inserción de la mujer como símbolo durante tantos años, no ha producido ni produce, ni refleja, algo parecido a una ‘valoración’ de la mujer, sino precisamente, sirve para arrinconarla en un lugar impersonal, la inserta en un vacío; un vacío que parece aludir a su falta de sustancia, a su falta de peso histórico, y que significa, su, bien que muy altamente decorativa, anulación.