La mentira reina en el mundo. Se adapta muy bien tanto al ruido como al silencio. Se propaga en la ambigüedad, camuflada en las grandes palabras, da igual el gesto adusto o amable. Yo no sé si el presidente miente, quizá no lo sepa ya ni él. Tampoco sé si lo hace el líder de la oposición. Ambos construyen el relato que más se ajusta a sus intereses electorales. No tiene que ser coherente, es suficiente con que sea eficaz y verosímil. Sale el presidente y dice: concordia y convivencia. Y lo repite en su escueta declaración institucional con las cámaras como único interlocutor y enmudecidos los medios.

Lo último que dice puede entenderse como el horizonte hacia el que mira su relato: «Cataluña sin el resto de España, no sería Cataluña. Y esta certeza es el norte que guía nuestro camino. Así que hay camino». Sin embargo, es un camino que va en dirección opuesta al que llevan aquellos a quienes se hace corresponsables de la discordia, que creen que Cataluña solo sería Cataluña sin el resto de España. De tal divergencia solo cabe deducir que la concordia únicamente puede conseguirse a mitad de camino. Lo malo es que en estas cuestiones quedarse a medias es lo que lleva años provocando la discordia.

El Pedro Sánchez de ahora finge ignorar que la parte que él representa hace siglos que está en el sitio que él imagina como el norte de su camino. Y por lo tanto, cualquier encuentro se hará a costa de moverse del sitio. Él lo llama un nuevo comienzo, otra vez las palabras mágicas. Pero no es ni comienzo ni nuevo, sino una vuelta a la casilla donde empieza el bucle. Si el presidente estuviera en lo cierto, el comienzo no lo marcarían los indultos, sino la derrota sufrida por los separatistas frente a una democracia que impuso el imperio de la ley. Esto exigiría empezar el diálogo con una lista de condiciones.

Cabe suponer que lo saben, pero no lo pueden decir. Por eso, en el relato del Gobierno, el PP es el culpable del conflicto porque es «una fábrica de odio» que no entiende a esa parte del país; y en el relato del PP, el Gobierno se alía con los extremistas para romper España. El primero tiene miedo a fracasar, pero se asegura que en ese caso el culpable será otro: el segundo tiene miedo a que el presidente no fracase y necesita hacer ver que el daño ya está hecho. Si esto es así, ellos ganan tiempo, nosotros podemos irnos a la playa y todos perdemos otro poquito de inocencia... Pero si no es así, y el presidente no miente, entonces sí deberíamos echarnos a temblar porque significaría que ha recaído bajo el encantamiento de los nacionalistas y allí el camino simplemente no existe.