Pedro Sánchez acaba de pronunciar el mejor discurso de su carrera, tan sorprendente en su trayectoria como una victoria clara de la Selección en la Eurocopa. Al defender los indultos bajo el lema de que «el coste social de mantener la situación actual no es alto, es prohibitivo», el presidente del Gobierno se adentra en la madurez. No ha incurrido en las fantasías que le otorgaban una silueta de iluso, ha respondido a cada una de las objeciones. Ha labrado un indulto sin insulto ni indulgencia. No se embarca en una labor apostólica, porque «no esperamos que cambien sus ideales, sabemos que la unanimidad es imposible». Sobre todo, no se ha olvidado de la enorme feligresía que congregan los encarcelados. En su tono de arenga, «vamos a sumar simbólicamente a los cientos de miles de personas que los siguen».

Los indultos han pasado de prohibitivos a sexy, vienen pavimentados por el fracaso de la convocatoria de Colón. Corresponde a la derecha calibrar si la torpe oposición al perdón no solo se debe a que la medida audaz de Sánchez es razonable, sino también al escaso interés que suscitan Casado y Abascal, desarbolados de nuevo por Ayuso en el domingo de poca gloria de la manifestación. Sin embargo, la clave del indulto reposa en el presidente del Gobierno. Ha rescatado la desenvoltura progresista de Adolfo Suárez, ha reanimado al espíritu de la Constitución de 1978, masivamente votada en Cataluña y enarbolada a diario por la derecha como víctima de una violación.

«¿Cambiaríamos nuestros ideales si nos encarcelaran?», no es una frase que se espera escuchar de labios de un presidente del Gobierno. Al indultar a Suárez, ha quemado las naves, pero pisa tierra firme, el desconcierto independentista es más significativo que los lamentos de ordenanza de las ultraderechas. «No concibo una nueva España sin Cataluña al frente», un eslogan tan definitivo que casi se le atraganta a un hombre empeñado en reinventar un país.