Muchos son quienes en política ansían constantemente llegar a la capital del mundo, porque Roma es también un ideal, un símbolo generalizado, una imagen universal de poder y de eternidad. Qué gran maravilla la solidez de sus murallas, la persistencia de sus edificios, el ruido que hacen las botas al pisar fuerte sobre sus vías adoquinadas, en fin, la embriaguez de caminar por las calles de quien fue señora y reina del mundo.

No sorprende, pues, que no solo los caminos físicos, las célebres redes de calzadas, conduzcan a Roma, sino también los senderos de la mente, las vías de la fantasía y de nuestras aspiraciones. Bien puede decirse de nuestros anhelos que también éstos nos llevan a Roma; entendiendo Roma, claro está, como máximo ideal. En nuestra mente, todos tenemos una Roma, y hay una Roma para cada uno de nosotros, que nos espera y atrae; sobre la que marchamos desde cualquier rincón del mundo en veloz carrera. Los más osados lo llaman destino.

La onírica Roma, para un pequeño político provincial sin ningún temor a avergonzarse, es poder y eternidad. Como la Roma verdadera. Tiempo y poder constituyen las máximas aspiraciones que prestan grandeza a los sueños de nuestros servidores públicos. El deseo se acrecienta, da alas; y cuando los medios para conseguirlo se aprestan, el viaje empieza. La batalla por la eternidad se consigue poniendo el tiempo al servicio del líder, y para ello nada mejor que dejar atrás enojosas limitaciones que inoportunamente impidan continuar en el cargo más de dos legislaturas. Pero el tiempo si no se corona de poder, sirve para poco. La aspiración completa, la jugada magistral de quien no parará hasta conseguir su propósito, es la reforma de la ley electoral para convertir las aguas procelosas de cualquier asamblea en una estable y mortecina laguna de flora y fauna predecibles.

Y como todos (grandes y pequeños, nobles y plebeyos) tenemos sueños que deseamos convertir en destino, no es de extrañar que incluso el primer ciudadano de algún gobierno autónomo, por muy feliz que sea extendiendo un manto protector sobre su pequeño reino, sueñe despierto y alimente sus anhelos de poder, intente asirlos con la mano y decida que ha comenzado una particular y personalísima marcha sobre su Roma soñada. De algún caso he oído.