Observe su rostro. Es la vecina del quinto. Hoy sale a la calle con un aire nuevo. Tiene algo diferente. ¿Pintalabios? Has pasado el último año y medio encontrándotela en la escalera con cierta incomodidad. Casi siempre ella te cedía el puesto en el ascensor. Será porque te veía mayor. El respeto es el subterfugio al que nos agarramos para no aceptar el paso del tiempo. Hoy tu vecina sonríe. No es que no lo hiciera anteriormente. Hoy la ves. Es una sonrisa ancha. Eso son los dientes, piensas. Incluso aprecias cierta timidez en ese gesto de naturalidad desbordante. Sale a la calle y no lleva la mascarilla puesta. La tiene anudada en el brazo, por si la tarde se pone intensa y acaba tomando una cerveza en algún lugar. El mundo ha cambiado definitivamente. Las mascarillas han cedido y lo que antes eran los ojos hipnóticos de tu vecina esperando el ascensor, ahora es la vida tal cual. Pierden los ojos. Gana el atrevimiento. ¿Y si le propones acompañarla? Ella baja andando por las escaleras, sin bozal, sonriente. Escuchas que ya ha terminado el Carnaval.

Las mascarilla han sido durante este año y medio no solamente el método que nos permitía seguir en el mundo sin contagiarnos, sino el recordatorio de que ya nada era igual. Salvación y condena, medicina e instrumento de tortura, nunca antes un objeto ha asumido en nuestras vidas un papel tan protagonista. Veo al hombre corriente, con su intrascendencia cotidiana, pero con la mascarilla puesta, como un Sísifo moderno. Daría para otra escena. La mascarilla ha sido nuestra piedra. La espalda del héroe griego, con la que sujetaba el peso de su condena, se ha tornado en orejas, la presión de la nariz por querer escapar del trozo de tela, el olor a medicina. Ahora que en nuestro disfraz de Sísifo hemos llegado a lo alto de la colina, observamos cómo la piedra no vuelve a rodar colina abajo, sino que se detiene en la cima. Nos subimos a ella y contemplamos nuestra victoria. Nos hemos liberado de su peso y sin embargo nos preguntamos si estamos preparados para abandonar la piedra. Sísifos desenmascarados, nos preparamos con miedo a ocupar la calle a cara descubierta. Bajar de la colina y caminar por la ciudad como si la piedra no pudiese volver a caernos encima.

Pero lo cierto es que la mascarilla ha formado parte de nuestra idiosincracia. Tras ella nos hemos llegado a sentir protegidos. Y no solamente me refiero a una protección sanitaria. Escrutar al recién conocido con media cara tapada ha sido un ejercicio de timidez, pero también un escudo contra el fracaso. Hemos imaginado las caras de las personas a nuestro paso. Los nuevos compañeros de trabajo se han presentado con ojos intensos, siempre más fascinantes que con el conjunto de la cara o una voz distorsionada que modelaba su apariencia. Hemos imaginado sus bocas en sintonía con una mirada profunda y hemos descubierto en nuestro afán por embellecer el mundo que todos empeoramos sin la mascarilla. Año raro en el que nos hemos enamorado de los ojos, a veces de unas gafas empañadas, y en el que la decepción ha llegado con el primer café, cuando la mascarilla ha cedido y las personas aparecíamos tal cual. La realidad restaurada, echando de menos la piedra de Sísifo.

De eso ha ido este año también. De decepciones. Los primeros encuentros de enamorados, las primeras citas, debían combinar dentro del bolso o del bolsillo del pantalón una PCR, un condón y una mascarilla de repuesto. Nunca antes enamorarse ha resultado tan caro. Sin balcones medievales ni familias Capuleto guardando la puerta. Mascarilla y miedo a contagiarse. La última prenda en quitarse ha sido la mascarilla, quién lo iba a decir, por detrás del sostén y los calzoncillos. Y también la que más se ha resistido en el tiempo. Con las mascarillas hemos sufrido un giro copernicano tan abrumador que sonroja leer las hemerotecas de hace un año.

Hemos pasado de discursos negacionistas, tan institucionales como peligrosos, a imponerla por Real Decreto. Aún recuerdo en abril del año pasado cómo había mascarillas solidarias y egoístas, cómo llamaban exagerados y alarmistas a los que salían a la calle con ellas puestas. Todos esos expertos que locutaban nuestro confinamiento en horario infantil para decirnos que la ciencia, la santa madre ciencia, afirmaba que las mascarillas no eran necesarias. Acabáramos. Un año después, la vecina ha entendido que el pintalabios, por primera vez, va antes que la mascarilla. Logro histórico de nuestra sociedad. Ahora toca aprender a convivir sin ella. A perder el miedo al que pasea por la calle. Al de la primera cita y al compañero de trabajo. Al inquisidor que nos mirará desde la esquina y al político que volverá a utilizar las mascarillas como arma arrojadiza, trofeo de caza y forma de indultar los problemas venideros. Qué caro se ha puesto respirar hoy en día, con o sin mascarilla.