Abandonamos las mascarillas al aire libre. Con el desuso de las mascarillas muere un asunto para el artículo, un tema para la columna. Ya hay menos cosas de las que escribir. Hasta que llegue el invierno y consagremos un texto a las bufandas. Soy muy partidario del verbo bufandeo. Y de bufandear a lo nórdico, o sea, con bufandones largos, mullidos y coloridos. Le está a usted dando calor nada más que de leer esto.

Las mascarillas. Un objeto extraño, propio de quirófanos o japoneses se hizo de repente cotidiano en nuestras vidas. Como las bragas, las gafas, la camisa o los calcetines. Hemos ido enmascarados, tapando defectos dentales, la boca torcida, la contrariedad o la alegría. También la barba. Vuelven las caras. Habrá que sonreír. Sánchez quiere dar buenas noticias. Habla a cara descubierta sobre las mascarillas. La oposición quiere sin embargo morderle, pero parece en algunos casos amordazada, como con mascarilla. Los de Vox van a tener un problema: dónde poner ahora la bandera de España si no en la mascarilla. Tal vez en la frente. De toda la vida se ha llevado en el reloj. 

Nos hemos dejado una pasta en mascarillas pero no la vida. O sea, ahora hemos entendido cuanto vale. Claro que también hay quién la ha perdido. Ya no puede leernos, ni llevar mascarilla. Ni disfrutar de un amanecer ni del agua fresca del mar o de una buena mermelada. La pandemia se ha llevado demasiadas cosas queridas y ahora puede que se lleve la mascarilla. Soy de los que va a seguir mucho tiempo llevando una en el bolsillo por si acaso.

Algo hay que tener en los bolsillos, que están hechos para el dinero pero los llenamos de llaves y pañuelos de papel, de tickets inútilmente impresos y tal vez de mecheros que ya solo encienden nuestro ánimo. 

Lo que era una industria floreciente con tanto diseño ya, mascarillas coloridas, de flores, abanderadas, militares, rosas o corporativas vuelve a morir. Vuelven a la faz del cirujano, a los interiores dudosos.

Nos espera la vida a cara descubierta. Una reválida.