Tropiquillos es un relato enmarcado dentro de una serie de narraciones fantásticas que Benito Pérez Galdós publicó en 1890. La melancolía lo invade todo cuando un viajero vuelve al hogar, herido por cuantas horas ha vivido y lleva cargadas a las espaldas. Para él ha sonado ya la última campanada bajo la forma de una tisis devastadora. Herido mortalmente, se asemeja a aquellos peregrinos que han recorrido el mundo para volver luego al hogar, al punto de partida, al sitio en el que todo empezó para, justo antes de morir, encontrar la casa familiar derruida y desierta, el huerto descuidado y asilvestrado, los árboles frutales secos, ansiando la paz de la leñera como si vieran en el hacha un consuelo final, la paz de la muerte, el sueño tranquilo, profundo y sin final. Contemplando el hogar de donde un día salió, todo parece recuerdo de la muerte. Malos presagios amenazan al tísico moribundo.

Sin embargo, es la época de la vendimia y una extraña vitalidad envuelve todo, una presencia apenas disimulada de una recuperación dionisíaca de la vida a través de los trabajos del vino. Es entonces cuando, bajo estricta apariencia de realidad, sucede una breve alucinación o sueño en estado de vigilia que recuerda admirablemente a la visión que asalta a Jesús crucificado en La Última Tentación de Cristo, novela del gran escritor Nikos Kazantzakis, cuando colgado en la cruz, el Redentor cree que puede bajar de ella para vivir la vida completa y cargada en años de un hombre normal, aunque se despierta, instantes después, todavía en el Gólgota, colgado del suplicio.

Si bien el personaje galdosiano esperaba no sobrevivir al invierno y morir cuando las hojas de los árboles empezaran a caer, la jovial presencia del Mestre Cubas, un viticultor, un verdadero apóstol de Baco, acompañado por su familia, representa, de hecho, una inesperada tregua con la enfermedad y luego una esperanza aparentemente cumplida de revitalización; una sorprendente curación de la tisis y el restablecimiento de sus fuerzas. Personas sencillas le rodean ahora, trabajadores del campo que aman la naturaleza y la vida, y que consiguen llenar de amor el pecho del pobre viajero cansado y enfermo.

La verdadera curación la había encontrado en el espectáculo mismo de la regeneración permanentemente renovada de la naturaleza, porque dentro de ella se puede aprender la incomparable sabiduría de los campos, una doctrina que aguarda a quien desee verla, que es muy superior en belleza y bondad a todas las demás ciencias humanas. Es la naturaleza entera un tipo de sabiduría, semejante a un libro que, una vez contemplado, pudiera ser legible para el alma que lo busca. A la muerte, finalmente, no hay que temerla, pues no sería más que una parte integrante de la propia vida, que todo lo abarca y que es invencible. La muerte es la semilla con que se siembran las cosechas futuras de inmortalidad. Hasta el amor, encarnado en una joven perteneciente a la familia del vendimiador, parece que quiere brotar de la benefactora cosecha otoñal experimentada por el protagonista, que se sitúa ahora, producto de su curación, en un estado de animación entre eucarística y dionisíaca.

Al final de sus días ha conocido la gran verdad, gran verdad que, sin embargo, ha venido bajo la forma de alucinación. Apenas unos segundos de febriles visiones de vides, cubas y vendimias con la benéfica aparición de un sacerdote de Dionisos vestido de vendimiador, y la presencia femenina, le hicieron concebir esperanzas de una nueva vida. Pero después no tarda en volver a encontrarse en la posición inicial de partida, como Cristo de nuevo colgado en la cruz tras haber soñado que había vivido como viudo doliente de María Magdalena y después amante esposo de Marta de Betania.

Tísico, enfermo y moribundo frente a los restos de una vida pasada, la alternativa de otra vida plena, sana y feliz ha desaparecido ante sus ojos atónitos, mientras un sirviente lo levanta del suelo sobre el que había caído desmayado. Alucinación o engaño, no importa; que un solo segundo puede condensar entera la eternidad y abrir la puerta hacia la revelación más grande experimentada por una persona; descorrer el velo del misterio para una existencia que hasta entonces había transcurrido en tinieblas. En eso consiste morir con los ojos abiertos.