Observo mis objetos, desperdigados por las estanterías del lugar de trabajo. Han perdido, si no todo, gran parte del significado que tenían cuando los adquirí. He sido un comprador compulsivo de cosas. Me daba seguridad estar rodeado de ellas. Poseo, por ejemplo, una colección de imanes de nevera de cuya originalidad todo el mundo se asombra. Ya no los quiero, de modo que quizá empiece a desprenderme poco a poco de ellos, arrojando uno al día a la basura cuando salga a por el periódico. Poseo una colección de muebles diminutos, pensados para una casa de muñecas que adquirí con gran ilusión y que en la actualidad me parecen un estorbo, lo mismo que la casa de muñecas: ocupa demasiado espacio, pero no sé cómo desprenderme de ella porque dejaría un hueco enorme. Mi afecto por las cosas se ha esfumado, pero los huecos que dejan me dan miedo. Me han sacado una muela y no dejo de pasarme obsesivamente la lengua por su agujero, que me parece abismal. No imaginaba que la muela ocupara tanto. El dentista me preguntó si quería conservarla e iba a decirle que no, pero al final me la llevé.

Cada objeto es ya un enemigo. Creo que adivinan el rencor que he desarrollado hacia ellos. Conspiran contra mí cuando no estoy delante. Es posible que mi dificultad para desprenderme de ellos tenga que ver con su resistencia a ser eliminados. Entre los objetos a los que me refiero, figura una cantidad notable de cajas que he ido acumulando a lo largo de los años porque tirar una caja siempre me ha parecido un crimen. Al mezclarse con la basura se aplastan y desaparece la burbuja que representaban. Me gustan las habitaciones desocupadas, las pompas de jabón, los estuches sin nada. Me gustaron al menos, ya no estoy muy seguro de lo que me gusta y de lo que no.

¿Qué hacer con todas estas cajas? Quizá, me digo, podría introducir en ellas los objetos odiados y guardarlas en un armario del que tendría que sacar antes chaquetas y camisas que no uso desde hace años. ¡Qué tortura, la de detestar aquello de lo que sin embargo no eres capaz de desprenderte! ¿Síndrome de Diógenes? No sé, lo cierto es que las cosas han dejado de interesarme. Peor aún: yo les intereso a ellas más que nunca.