He sido pionero en muchos aspectos de mi sector empresarial, la publicidad por más señas. Mi agencia en Cartagena fue una de las que primero se hicieron con ordenadores Macintosh, un par de años después de que se lanzaran a bombo y platillo en Estados Unidos con un anuncio de referencias orwellianas que pasó como un hito a la historia de la comunicación comercial. Siempre he sido un emprendedor con proyectos de base tecnológica, como se dice ahora. Me han pasado múltiples cosas por creer a pies juntillas en el progreso de la tecnología y ser un ‘early adopter’ de nuevas herramientas informáticas. Y no todas buenas. Hace cinco años más o menos me levanté un día con los servidores que alojaban mi plataforma secuestrados por unos hackers anónimos que me pedían 3.000 euros para liberar mi web, que aparecía tan caída como una colilla pisada en el asfalto. Mi primera reacción fue de cabreo infinito, seguido de una deprimente sensación de impotencia. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.

De pronto recordé que hacía algún tiempo había contratado un servicio de backup como parte de las opciones que daba mi proveedor. El informático responsable del mantenimiento de la web me lo recordó y en ese momento recuperé el aliento. Hubo que rehacer un par de semanas de trabajo, pero la sangre finalmente no llegó al río. Mi amor propio se sintió reivindicado al no tener que ceder al chantaje y me sentí orgulloso de mi rasgo de prudencia al contratar esa adenda al servicio básico del proveedor. Desde entonces pregunto regularmente a mi gente si han comprobado que el servidor espejo sigue duplicando la información cada día. Si dudan al responder, aunque solo sea un segundo, me echo a temblar.

No han tenido mi misma suerte las dos grandes empresas norteamericanas que han sufrido sendos ataques precisamente (qué casualidad) justo unos días antes del encuentro de Joe Biden con Vladimir Putin, al que hace unos años le dediqué uno de mis artículos, titulado «Más Putin que las gallinas». No hay la más mínima duda de que los hackers que protagonizaron los dos secuestros de los sistemas informáticos de estas compañías operaban desde Rusia. No consta que sea el mismo Gobierno ruso el que estuviera detrás, pero que no haya pruebas no significa que haya un cien por cien de probabilidad de que lo esté. Dado el lamentable estado de las relaciones entre Occidente y Rusia, el ataque no pasa de ser un gesto de gallito de gallinero o de abusón de colegio, intentando demostrar un poder francamente disminuido como consecuencia del desmembramiento del imperio soviético y la posterior decadencia de sus antiguos territorios, empezando por la misma Rusia.

La Unión Soviética se enfrentó después de la Segunda Guerra Mundial a Occidente y a su potencia dominante, los Estados Unidos. Hubo momentos en que parecía que la competición estaba igualada, allá por las años setenta. A partir de esos años, la decadencia de la URSS fue imparable. Y pronto llegó el colapso final cuando la dirección comunista intentó aggionarse con el relativamente joven Gorbachov. Occidente guardó las formas un rato, pero nadie pudo aguantar las ganas de los antiguos países sometidos por Moscú de librarse de todo lo que oliera al pasado comunista. Desde los países bálticos a la Rumanía de Ceaucescu, las naciones anteriormente sometidas se fueron liberando del yugo. Occidente recibió a esos países al principio con reticencia y después con los brazos abiertos, y los aseguró bajo una doble llave: la OTAN y la UE. Eran los tiempos de Yeltsin y a este solo le importaba las tres botellas de vodka que se metía entre pecho y espalda día sí y otro también.

Los bombardeos a Serbia y la independencia de Kosovo fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia rusa ya en los tiempos de Putin. Con Georgia y Ucrania, la cosa sumó y siguió. Y no hay que perder de vista la evolución de Bielorrusia. Fruto de la frustración, la impotencia y la ira resultante, junto con la nostalgia del imperio perdido, surgieron abruptas decisiones como la apropiación por las bravas de Crimea, la invasión de Donbass en el este de Ucrania por los hombrecitos verdes sin bandera reconocible o, últimamente, el intento de asesinato y encarcelamiento posterior del líder opositor Alexéi Navalny.

Rusia y su presidente tienen mucho que ganar con el enderezamiento de las relaciones con Occidente. De momento se quedan con Crimea y se aseguran de que no haya ningún movimiento más allá de la denuncia retórica por la conculcación de los derechos humanos en el área ex soviética, incluido la reciente incorporación de Siria a la esfera de influencia rusa y, sobre todo, en los países ex soviéticos de Asia Central, que siguen el camino de la deriva rusa hacia regímenes autoritarios. Si a Rusia se le respeta su hinterland y se levantan las sanciones económicas a la chita callando, puede que soplen vientos favorables para la reconciliación entre los dos bloques enfrentados.

Muchos lo desean así. Cosas más extrañas se han visto en la historia geopolítica, como cuando un gobierno conservador y de derechas como el de Richard Nixon se alió con China para debilitar precisamente a la Unión Soviética. Porque no nos engañemos, todo este postureo de los días pasados tiene su explicación última en la necesidad por parte de Occidente de aislar a China y separarla de Rusia. China es la auténtica competencia a la que se enfrenta Occidente y es un adversario formidable en todos los frentes como nunca hemos tenido en la historia de nuestra civilización. Recuperar a Rusia para Occidente, al menos en parte, bien merece pagar un rescate, o dos.