He pasado este invierno tan extraño como una novia enamorada, fotografiando cada mañana de esquina en esquina el mar que tengo frente a casa y en cada amanecer he buscado la fuerza y el sentido para seguir adelante. Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, cantaron Mercedes Sosa y Chavela Vargas. Y he vuelto, después de muchos años perdida en la otra punta del mundo que ahora siento demasiados, pero merecieron la pena porque allí también fui muy feliz entre selvas y montañas. Ahora estoy aquí, en Cabo de Palos, y aquí seguiría hasta que todo acabara; abrazada al Mediterráneo y escuchando el sonido de los estays golpeando el palo de los barcos.

¡Por fin! Después de tanto invierno y tanto vendaval el mar se ha calmado y calentado. ¡Al agua patos! Enfilo equipada con aletas y gafas el estrecho canal arenoso pegado al espigón que sortea los bajos a ambos lados; el agua está hoy muy clara y hay erizos por todos lados. Sigo nadando entre un cardumen de magres de cuerpos ovalados y rayados que pasan de largo. Una morena me desafía con sus dientes afilados, la dejo tranquila, un mordisco de esta anguila duele horrores y puede transmitir infecciones y enfermedades.

Las corrientes balancean las posidonias en una ondulante danza acuática. Cierro los ojos y solo floto, no hago más nada. Una estrella de mar rojo sangre colorea la mañana, tengo ganas de robarla. Nadando llego hasta el islote que llaman de Las Gaviotas desde donde diviso la bocana del puerto y el faro que levantaron los catalanes y dicen que ha de durar mientras que duren los mares. Cuatro orgullosos siglos lleva en pie y en todo este tiempo solo se ha apagado en noches de guerra sin luna para que los barcos enemigos se estrellaran. Hace tiempo que el farero se fue a vivir a otra parte, la lámpara de aceite de oliva que antaño iluminaba la linterna sigue en algún rincón olvidada; después de la parafina y el vapor de petróleo todo quedó electrificado, transformado, menos las vistas que a casi noventa metros de altura y a las que se sube por una imposible escalera no apta para cualquiera siguen siendo impresionantes.

Según dejó escrito Plinio el Viejo, sobre el promontorio rocoso justo en la punta del cabo sobre el que se levanta el faro hubo mucho antes un templo consagrado a Saturno; mucho después, una torre defensiva con una dotación de tres vigilantes que el rey Felipe II mandó construir después de recibir una carta del corregidor de Cartagena en la que denunciaba que los piratas estaban más a salvo en Palos y en la isla Grossa que en tierras africanas.

1 segundo de luz. 3 de oscuridad. 1 de luz. 7 segundos de oscuridad. 1 segundo de luz. 3 de oscuridad. 1 de luz... Esta es la secuencia de mi faro que es el más alto del Mediterráneo y el segundo de España tras el de Chipiona, en Cádiz, y al que me gusta llegar caminando al caer la tarde, también en barco para fondearnos justo en la cala de abajo y mirarlo desde el mar, panza arriba, flotando.

Otros días salimos a pescar aunque no pesquemos nada, pero qué más da, nos gusta divisar nuestro pueblo también desde el otro lado. Hay mañanas en las que me encaramo a la montaña más alta para escuchar al mirlo y su miniatura musical de sílabas, modulaciones, quiebros e inflexiones, también a la abubilla de cresta alocada y plumas acaneladas que vuela con frecuentes y bruscos cambios de dirección en un viaje a ninguna parte. «Up, up, up», reclama día y noche en primavera esta ave con un sonido aflautado de gran alcance; «up, up, up», le grito yo, mientras sigo sendero arriba hasta divisar el vuelo de los flamencos y las salinas desde lo más alto.

En el destartalado y abarrotado garaje dejo mi vieja bici con la cesta donde guardo los tomates maduros que compro en el mercadillo de los domingos para el gazpacho, las buganvillas rosas con las que adorno mi casa y la vieja y deshilachada toalla de rayas azules para la playa. Volveré en septiembre, cuando todavía en este lado del hemisferio norte sea verano, la luz brillante anticipe el otoño y el mundo parezca más tranquilo y habitable tras el resplandor hiriente de los meses bulliciosos de calor sofocante.

Ay, Cabo de Palos, mon amour; te quiero tanto.