La vida nos habla de muchas maneras y a través de los más extraños procedimientos: un ‘deja vu’ mientras el paisaje se desliza por la ventanilla, una lluvia repentina en un día de playa, las llaves que se extravían cuando vas a volver a casa, una canción que suena cuando conectas la radio, un abrazo al salir del cine, las 18.18 al mirar el reloj, una palabra leída al revés en un escaparate. En todas esas ocasiones sentimos que la vida nos está queriendo decir algo, aunque es muy difícil descifrar sus mensajes. A menudo, incluso, ni lo intentamos, lo dejamos pasar, lo tomamos por una casualidad sin importancia. Seguimos adelante como si tal cosa. No prestamos atención a las señales. Entonces, estas se van acumulando en el cuarto oscuro del alma, en los callejones sin salida del destino, donde habita esa parte de nosotros que no termina de despertar.

Pero la vida es paciente y vuelve a la carga. Su canción se repite como un estribillo interpretado con múltiples instrumentos. Se puede vivir sin escucharlo, aunque no por mucho tiempo, porque entonces abrimos las ventanas equivocadas y el paisaje se vuelve cada vez más ajeno a nosotros, irreconocible, como si viviéramos una vida que nos hemos inventado con las palabras de otro. Cuando la vida suena es a nuestro corazón a quien escuchamos. Y enmudece cuando estamos sumergidos en el ruido. El ruido es todo lo que es importante ahí fuera, el alimento de esta columna tantas veces. El ruido es lo que armamos para sobrevivir, y que se parece mucho al eco enloquecedor de un papel rasgado en medio de la noche.

Para ver las señales necesitamos un nuevo sentido que transforme las habituales percepciones de la vista, el oído, el tacto, el olfato o el gusto, demasiado usados para percibir más allá de lo casual; un sentido que se parece a tocar con los ojos cerrados, que es como tocar con la imaginación. Hermann Hess lo relacionaba con los sueños, y descubrirlo supuso un acontecimiento en su vida. A través de lo fugaz, lo ligero, lo esquivo, se abrió para él un lenguaje nuevo: «Entre mi persona y el mundo parecía haber surgido una nueva relación y he visto con más claridad dónde tenía que buscar el manantial de las alegrías y de la vida». La vida no hace feliz a quien la posee, dijo, sino al que sabe amarla. Y ella con sus señales nos dice cómo hacerlo. El mundo se ha vuelto tan ruidoso que esa experiencia se nos hace extraña, como si tuviéramos que respirar debajo del agua. Por eso mismo también captar solo una de las señales nos hace sentir que tocamos algo valioso, como tener un pájaro en las manos.