De las exploraciones infantiles de la naturaleza cercana me queda el recuerdo de destruir con un palo un hormiguero en túmulo y ver el instantáneo trajín de hormigas. Parecía un ir y venir caótico, pero al día siguiente allí estaba rehecho el hormiguero, una estructura sencilla, perfecta y muy poblada. En las exploraciones juveniles de la cultura cercana me volvió el recuerdo infantil del hormiguero destruido por el palo viendo las películas de Luis García Berlanga y ese mogollón en que actores y figurantes entran y salen por todas partes enmarañando conversaciones y acciones. El cine de Berlanga es el barullo de personas y el murmullo de voces y eso lo diferencia de otros directores españoles e italianos que recurren al solista que se desgañita porque tienen menos que contar y porque confunden dar voces con hacer reír.

Somos el país de Berlanga por las formas de picaresca de la edad de oro y del esperpento de la de plata pero, sobre todo, por la cantidad de energía vital que desde hace siglos derrochamos de manera tan ineficiente, por toda la contrariedad individual y todo el sindiós colectivo que han impedido que construyamos un hormiguero, perfecto en su sencillez para albergar a los que somos.

Argumentalmente, el azacaneo berlanguiano (que se ve en barullo, se oye en murmullo y se plasma en plano secuencia) nunca acaba con un hormiguero construido o reconstruido sino en un patético drama personal que se pierde en el trajín incesante o se aleja pero sugiere la continuidad tenaz de esa manera de vivir. Por eso Berlanga nos recuerda tanto a nosotros mismos y su manera de ver sigue berlangando después de muerto y a cien años de su nacimiento.

España nunca deja de estar escrita por Rafael Azcona y dirigida por Luis García Berlanga. El trávelin bruselense que el asesor de Moncloa, Iván Redondo, imaginó como un vivaz intercambio de frases de Aaron Sorkin en El ala Oeste de la Casa Blanca se quedó en Pedro Sánchez haciendo de Sazatornil en una cacería para vender sus porteros automáticos a Joe Biden.