El Auditorio Nacional puesto en pie durante ocho minutos aplaudiendo a Plácido Domingo, tras reconocer públicamente y pedir perdón a todas las mujeres de las que se aprovechó por status de estrella mundial para abusar de ellas.

Siguen matando a mujeres y niños, siguen cayendo de dos en dos y de tragedia en tragedia, y encima aún hay gente que no quiere saber que una parte de la sociedad machista y misógina está enferma y cultiva pelos en sus corazones.

Rendimos honores a un monarca que lleva más de un año sin poder pisar el país en que reinó, y mantenemos con una absoluta normalidad colegios, institutos, universidades y hospitales con su nombre.

Nos peleamos por ponerle un nombre a un aeropuerto, llevamos el conflicto a los tribunales, hasta el probable futuro presidente Pablo Casado se comprometió a poner el nombre del Ingeniero Juan de la Cierva al deficitario aeropuerto de Corvera si gana y, en cambio, no somos capaces de quitar el amianto que aún perdura en muchos colegios.

Vemos con absoluta tranquilidad que a las puertas de colegios e institutos siguen llegando casas de apuestas que destrozan familias y proyectos, reventando vidas y rompiendo confianzas y corazones, y encima nos alegramos de inaugurar casinos como fuente de empleo.

Una parte importante de esta sociedad lleva años echando la culpa a las pateras de nuestros males, mientras nuestros trabajadores se niegan a agachar el lomo en nuestra tierra para recoger la verdura y la fruta. Nos quejamos de que nos quitan el trabajo, pero los empresarios de la hostelería no encuentran camareros y cocineros españoles para contratar los fines de semana.

Estamos llenando nuestras mesillas y nuestros cajones de pastillas contra la depresión y la ansiedad, vamos a la farmacia a por estas ‘drogas’ con la misma naturalidad y asiduidad que quien compra una barra de pan en la panadería.

Ponemos el grito en el cielo cuando alguien nos dice que en Madrid nos tienen manía y, en cambio, no despertamos cuando Cáritas nos dice que el 18% de nuestros paisanos están en riesgo de exclusión social.

Hemos interiorizado la economía sumergida en nuestras vidas como si fuéramos aprendices aventajados del curso nacional de picaresca encubierta que cada año se imparte en nuestro país durante los telediarios.

Nos quejamos porque dos docenas de jóvenes futbolistas se ponen una vacuna, abrimos telediarios y cerramos periódicos con este asunto, y apenas nos importa que en África o Sudamérica apenas llegan vacunas y la gente sigue muriendo de miles en miles, como si el virus supiera de fronteras o distinguiera el color de la piel.

Nuestro egoísmo ya no nos deja mirar atrás, ya no nos importan los miles de muertos que se fueron en silencio y solos, nuestro objetivo es una cerveza fría y quitarnos cuanto antes esta maldita mascarilla que con el calor nos comienza a agobiar. Ya no la vemos, a la mascarilla me refiero, como un salvoconducto a la vida, sino como una amenaza a nuestra libertad.

Linchamos públicamente a quienes se dejaron algo más que sus horas y su tiempo en salvar vidas, cerrar armarios y cajones para salvaguardar equipos de protección individual, sin importarnos nada, hasta el propio Fernando Simón reconoce ahora, a buenas horas mangas verdes, que lo normal, lo razonable, lo lógico, era que quien dirigía el barco en medio de la mayor crisis sanitaria en los últimos cien años, se vacunaran, y no corriéramos el riesgo de quedarnos a ciegas en ese momento.

El otro día me crucé con un hombre mayor, superaba los ochenta años, que iba solo con su carro de la compra a un supermercado; no había nadie bajo el sol, e iba con su mascarilla puesta mientras el ruido de las ruedas del carro rebotaban en cada losa del suelo que recorría. Al llegar a casa, en el telediario de la noche, hablaban de los jóvenes que ya celebraban sin mascarillas y sin vergüenza la noche madrileña, y me acordé de ese hombre octogenario- Me hubiese gustado conocerlo para darle las gracias, gente como él son los únicos destellos de esperanza de que la sociedad está enferma, pero no muerta.