Todas las mañanas, muy temprano, veo a un señor volver de comprar sus periódicos. Los lleva enroscados y he visto que compra el que ustedes están leyendo en este momento. Lo hace siempre, sea el día que sea, festivo o llueva. Gracias. Sin embargo, la otra mañana no me llamó la atención su perseverancia sino porque iba hablando solo y algo enfadado. Digo enfadado porque solo decía una palabra, más bien palabrota, dirigida a quién sabe. Decía, sin dejar oxígeno entre una y otra vez: hijo de puta. Así se lo oí decir muchas veces hasta que desapareció al girar la calle. Ni cuestioné, ni juzgué, solo escuché, como también escuché, durante una cena fantástica, cómo tras desearle a la camarera que respirase y tomase aliento, que el día anterior le había dado el alta médica porque se había tomado cuarenta pastillas. La miré e intuí que a sus pocos más de dieciocho años, tampoco iba a juzgar ni cuestionar. No sé, algo pasa y nos estamos perdiendo en el camino. ¡Con lo bonito que es vivir y dejar vivir! Es sencillo: escuchar, hasta oír, con el respeto que se merecen quienes hablan. Sin juzgar, sin cuestionar. ¡A practicar!