Me acerqué al televisor distraído, leyendo mientras tanto alguna noticia suelta, supurando las heridas de la siesta de un sábado normal que ya huele a verano. Quince días nada más para tocar con los dedos la libertad. Ya saben, la conquista del funcionario es ver caer en el calendario el mes de junio. Y de repente algo ocurrió. Primero lo intuí por los comentarios torpes de los locutores. El partido se había parado. Observé con extrañeza el verde. Una lesión tal vez. Algún jugador perdiendo tiempo. Vaya usted a saber, en esto del fútbol los fingimientos están a la orden del día. Pero las cámaras enfocaron a un hombre tirado en el césped, con la mirada perdida, con los brazos rígidos, con las manos extendidas sin alma. Los siguientes treinta minutos fueron la retransmisión en directo de una muerte que, felizmente, quedó solamente en el imaginario colectivo como un fatal presagio, pero no como una realidad.

Y lo fue no porque estemos privados de desgracias (algunas ya son indoloras), sino por la retransmisión en directo, por los gestos de cada compañero sobre el campo y el tiempo pasando como una montaña de plomo sobre el césped, sobre cada uno de los hogares que estábamos mirando la televisión con el rostro cariacontecido, sin determinar si lo que presenciábamos formaba parte de una ficción o no. Y era la vida, tal cual. Eriksen es un triunfador. Un chico de veintinueve años que representa todo lo que un ser humano aspiraría a ser durante su trayectoria vital: uno de los mejores en su oficio, jugar en algunos de los clubes más laureados del mundo. Éxito y fama. Un recorrido envidiable, con veranos en yates frente a una isla griega, un tipo aclamado en estadios a rebosar de gente, habitaciones de críos decoradas con su imagen disparando el balón. Un mito viviente para muchos niños daneses. Quince años en la élite del fútbol y después a disfrutar los millones.

Pero ahí estaban pasando los minutos. El estadio de Copenhague congelado. Los hogares de medio mundo observando en silencio unas imágenes desordenadas. Jugadores corriendo de un lado para otro, entrenadores mirando al suelo y el árbitro tocándose la frente con gesto de desesperación. Y aquel danés tirado en el suelo, cuyo rostro pálido e inexpresivo se colaba entre las piernas de sus compañeros. Fue un plano que duró apenas unos segundos y que sintetiza a la perfección la bajeza moral de una sociedad ávida de espectáculo, aunque sea macabro. Un hombre debatiéndose entre la vida y la muerte y una cámara buscando el hueco entre la carne danesa para ofrecernos carnaza. En la parte superior izquierda del televisor se veía a un médico apretando sus manos e impulsándose hacia abajo. Era una maniobra cardiorrespiratoria. Se apreciaban las piernas de Eriksen moverse con un ritmo tibio, acompasado por los golpes del médico. Como un muñeco al que se le acaban las pilas y se intenta devolver al juego a base de golpes. Una cadencia violenta y que no auguraba nada bueno.

No perder detalle de nada de lo que estaba sucediendo. Apreciar en cualquier gesto un anticipo del desenlace temido: los vikingos de la grada con lágrimas en los ojos, como extras de una película de bajo presupuesto, una mujer que bajaba al césped, abrazada por otro jugador danés; los comentaristas sin saber muy bien qué decir, intentado adivinar las causas del desplome, las consecuencias de estar no sé cuánto tiempo sin respiración. Debe ser difícil cubrir informativamente algo así, sobre todo si de lo que se sabe es de córners o goles y no de medicina, por eso me sorprendió la capacidad dialéctica de muchos comentaristas y su insistencia en no callarse. Pero no les culpo. Para nada. Porque yo también estaba ahí, sin perderme detalle de nada, buscando en Twitter alguna noticia más, como si no fuera suficiente mi directa observancia. ¿Qué más iba a averiguar si ya tenía delante aquel cuerpo tirado sobre el césped? Pero yo quería más. Ya había entrado en la vorágine, en el morbo suculento y los locutores de la radio (porque también la encendí) daban detalles de su vida que aumentaban la tragedia mediatizada: padre de dos niños, juventud, buena persona. Incluso alguien ya habló en pasado de él.

El hombre luchando contra la muerte, esta vez sin simbolismo, con los cuernos más afilados. Una especie de plaza de toros, aquel estadio de Copenhague, convertido en comparsa, con aficionados bebiendo cerveza y sin saber muy bien cómo actuar cuando las cámaras enfocaban. De repente, el público se puso a aplaudir, y alguien comentó en la radio que a lo mejor estaban levantando el cadáver.

Y a mí me dieron ganas de aplaudir también porque se estaban llevando a un muerto, un chico joven que alguna vez he manejado en los videojuegos y cuyo rostro hacía apenas una hora me recordaba a un amigo de Cádiz. Pero también decían que los aplausos podían significar una buena noticia, alguna leve mejoría, la recuperación del pulso. Eriksen, que había vuelto de debajo del césped al mundo de los vivos.

Y yo tampoco. Habían grabado el preciso momento en el que su paso se había vuelto pesado, torpe. Tres zancadas y desplomado al suelo, al punto de que la pelota le golpeó la rodilla, ya de forma inconsciente, mientras se desmoronaba. Allí seguía yo, con un ojo leyendo noticias y con el otro intentando descifrar el momento exacto en el que su rostro se desfiguró. En cada noticia buscaba la palabra ‘fallecido’, ‘muerto’, con una punzada de estremecimiento. Hasta que apareció su fotografía en camilla, consciente y fatigado, pero vivo. Y apagué la tele.

Pero no llegó la tranquilidad esperada. Ni mucho menos, porque durante media hora yo había sido uno de esos buitres que buscaban carnaza. Yo me había comportado como una de esas cámaras que hacían zoom para burlar las piernas de los jugares de Dinamarca, puestos en círculo para defender la intimidad del jugador tumbado sobre el césped. Yo, que este año he visto pocos partidos de fútbol por hartazgo, no me perdí detalle de la tragedia de Eriksen, y no por amor al deporte, sino por algo más que la pura sintonía por el dolor ajeno. Fue por el maldito espectáculo. Por puro morbo. Tenía que ser una tarde de sábado anodina y no lo fue.

Aquel hombre tirado sobre el césped me dejó un estremecimiento que aún no he podido quitarme de encima. Ni siquiera al saber que su vida no corría peligro. Lo único bueno de una tragedia convertida en función y que yo no quise perderme.