Las noticias que llegaron desde las provincias de Tenerife y Sevilla, relativas ambas al crimen machista, a la violencia de género, pintaron de negro la semana pasada (negro: ausencia total de luz). Y lo hicieron no de un brochazo, sino de un zarpazo. Duro zarpazo. Admito que al conocer los dos casos no pude evitar esa dura sacudida, ese golpe incontrolable que sube del pecho a la garganta hasta llegar a los ojos «sin que el llanto acuda a nublar la pupila» (así de bien, mejor que yo, lo escribe Bécquer, el poeta). Con la sacudida me llegó la indignación mil veces repetida, el sentimiento de culpa, de no estar haciendo lo suficiente todavía, la responsabilidad compartida, el «¿¡hasta cuándo!?» hecho grito, la impotencia. Enseguida también, por deformación profesional, el viaje a mi refugio: estos sucesos de violencia incomprensible me remiten de continuo a los clásicos griegos. Y a Shakespeare. A Medea, acabando con sus hijos por vengarse de su pareja. O a Tito Andrónico, capaz de cocinar (en el literal sentido de la palabra) su venganza a fuego lento.

El país entero intenta, desconcertado, encontrar razones de lo sucedido indagando en los pliegos de la ley tanto como entre los pliegues del cerebro. En mi incapacidad para expresarlo mejor, vuelvo de nuevo al poeta que dice: «Mientras la ciencia a descubrir no alcance / las fuentes de la vida, / y en el mar o en el cielo haya un abismo / que al cálculo resista; / mientras la humanidad siempre avanzando / no sepa a dó camina; / mientras haya un misterio para el hombre, /¡habrá poesía!».

¿Habrá poesía? Diría que me suena dura la palabra, fuera de lugar, en estas circunstancias. Que me avergüenza, casi, pronunciarla en voz alta al final de esos versos. Aumenta mi desconcierto. Me llegan, en avalancha, las dudas, las preguntas de tantos como yo: «¿Habrá poesía?» Llega enseguida también, por suerte, el razonamiento salvador de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura: «Es objetivo de la poesía mostrar el horror a través de la belleza, guiar al lector por el infierno de Dante para mostrarle la vida en toda su complejidad».

Las circunstancias han querido que pudiera terminar la semana a la orilla del mar, con el consuelo que dan los variados matices de rosa, azul y blanco que pinta el atardecer en la costa tarraconense. Y allí, rodeado de poetas (y de novelistas, periodistas, editores, pintores, lectores eruditos), de charla en charla («hablar y oír hablar»), de poema en poema, he podido recomponer mínimamente el desbarajuste que me habían producido las noticias arriba mencionadas. He encontrado, quizá, en parte, no digo que no, esa poesía en el horror de la que habla Svetlana. Pero no me atrevo a decir que haya encontrado el consuelo. Ha sido otro poeta (clarividente Jaime Gil de Biedma), el que me ha puesto de nuevo los pies en el suelo: «¡Oh, innoble servidumbre de amar seres humanos, / y la más innoble / que es amarse a sí mismo!».