Dios condenó a Adán y Eva a ganarse el pan con el sudor de su frente. Y eso como castigo por haber comido el fruto del árbol que supuestamente les daría el poder de vivir sin trabajar, al igual que Dios. Dejando aparte que la propuesta del diablo en forma de serpiente resultaría irresistible para cualquiera (una simple mordida a la manzana y a vivir como dioses), lo que no cuenta la Biblia es que llegaría un momento en el que no sería necesario sudar para ganarse el pan, porque la especie humana inventaría el fuego y, a continuación, las oficinas y el aire acondicionado. A pesar de ello, la maldición bíblica nos persigue: tenemos que seguir sudando, pero ahora para ahorrarnos las grasas que se nos acumulan cuando comemos demasiados hidratos de carbono, o sea, demasiado pan.

Mi madre me hacía suculentas ‘torrás’ de aceite y ajo, preferentemente con los bordes carbonizados, que era lo que más me gustaba. Cuando llegaba del colegio y preguntaba qué había de comer, la respuesta era siempre la misma: «Un bocadillo de pan, pijo y habas». Se suponía que me lo decía para que dejara de preguntar tonterías, pero su respuesta me encantaba porque, al margen del pijo (que no sabía lo que era) y de las habas, que no apetecían ni poco ni mucho, el pan estaba siempre incluido en el menú. Con eso era suficiente. También recuerdo con delectación los bocadillos rebosantes de ensaladilla rusa que me zampaba en el instituto de Lorca, donde habíamos acudido los chicos del Patronato de Cartagena de esa época para examinarnos, por razones que no vienen al caso.

Pan con pan, comida de tontos, certifica el dicho popular. Pues menudas barras de pan caliente me he tomado yo recién salidas del horno del Tornel en la época en la que vivíamos en Santo Ángel. Solo he conocido en mi vida a alguien a quien le gustara más el pan que a mí. Era la pareja de mi cuñada Silvia, un ingeniero petrolífero de familia iraní y residente en Londres. Con la ensalada de entrantes ya se había comido una barra de pan. Solo por eso me caía fenomenal.

Esto, margen de las maldiciones bíblicas, que es, como muchas historias en la mitología humana, una explicación fantasiosa de por qué la cosas son como son. A través del estudio de las escasas poblaciones actuales que siguen practicando la caza de animales y la recolección de frutos como forma de subsistencia, se ha puesto en evidencia que, a pesar de lo que un ignorante como yo pudiera pensar, la forma habitual de caza primitiva no era al acecho, esperando que la presa pasara por delante y arreándole un mamporrazo o clavándole una fecha.

La caza del hombre primitivo se organizaba mediante una persecución implacable de una pieza que pasaba por allí y se detectaba por las huellas que dejaba. En ese momento empezaba la detección, acoso y posterior persecución cuando la presa huía espantada. Cuando esta se paraba creyendo que había perdido de vista a los perseguidores, allí aparecían ellos de nuevo, como moscas cojoneras, haciendo aspavientos sin cuento y azuzándola para que no parara en su huida. Era una cuestión de resistencia, de ahí que los maratones sean una parte fundamental de nuestra adaptación como especie. Al final el animal, aburrido y agotado, se ofrecía a sí mismo a los persistentes e irritantes cazadores. Era la recompensa a su esfuerzo, el pan ganado con el sudor de su frente del que habla la maldición bíblica.

Al contrario de lo que todo el mundo imaginaba, la vida de los cazadores recolectores era altamente eficiente y cómoda. En ese proceso de caza de una presa podían tardan un día entero, pero la recompensa eran otros tantos días, cuando no semanas, sin pegar un palo al agua. El secreto de tanta eficiencia era que el trabajo para sobrevivir requería esfuerzo físico, de ahí la capacidad de sudar como sistema de refrigeración corporal y la progresiva desaparición del pelo que a tanta gente lleva a la desesperación y a los viajes de fin de semana a Turquía. Los cazadores recolectores, o al menos una mayoría de ellos, no distinguían el trabajo del ejercicio. Se mantenían plenamente en forma haciendo su trabajo diario, resuelto de forma simple y expedita.

Después de millones de años de adaptación a correr detrás de las presas, hace apenas un cuarto de hora, o más concretamente 15.000 años, nos complicamos la vida con la transición a la agricultura y después a las ciudades. Los seres humanos nos encontramos en la tesitura de ganarnos la vida sentados en nuestras ergonómicas sillas de oficina con el aire acondicionado puesto, sin derramar una gota de sudor y atiborrándonos a las miasmas de nuestros colegas respiradas una y otra vez. Resultado: michelines y pandemias.

Después de la invención del fuego (algo que le parecería aberrante a una Greta Thunberg de la prehistoria, si hubiera existido, por su poder contaminante), la vida se hizo muchísimo más fácil para nuestros ancestros. Se multiplicaron enormemente el tipo de alimentos que podían tomar, una vez cocinados, y de esa forma se encontraron nadando en la abundancia y pasándoselo pipa con el tiempo de ocio que les quedaba. Como ejemplo, la ortiga, una planta incomestible cruda pero deliciosa hervida, que ningún animal se atrevía a comer y estaba por ello íntegramente a merced de los espabilados humanos con poder sobre el fuego. Pues bien, la autoridad divina, o la evolutiva que a efectos prácticos es lo mismo, nos mantiene condenados a sudar, esta vez para perder el peso que ganamos consumiendo alimentos sin gastar la energía adquirida mediante el proceso de cazarlos .

Al final, ¿qué hemos ganado? Pues aparte de ver Netflix en vez de escuchar historias de ancianos junto al fuego, y comunicarnos a distancia por el móvil en vez de por tam-tam, más bien poco. Para este viaje evolutivo, alguien podría decir, no hacían falta tantas alforjas.