Cada día tiene su luz, cada día con un azul», dice Pez Mago en una canción que me encanta (Cada día), que me parece un clarísimo exponente del más puro optimismo. Cada vez que la escucho se convierte en un ohrwurm, por decirlo en una palabra, como hacen los alemanes, y me acompaña durante horas con su melodía pegadiza y su letra positiva y vitalista.

Se la oí cantar en Almería, en uno de los Encuentros de las Artes y las Letras del Mediterráneo de los que en diciembre pasado se celebró la IX Edición, gracias al esfuerzo entusiasta de Guillermo de Jorge en colaboración con MECA Mediterráneo Centro Artístico. Allí tuve ocasión de conocer a Lucas Álvarez de Toledo, que es el nombre de este cantautor y poeta madrileño, así como a Elsa López, poeta canaria de la Palma que fue directora de la Fundación Antonio Gala, y a tantos otros poetas andaluces, como Perfecto Herrera Ramos, Antonio García Vargas o Diego Alonso Cánovas, de distintas latitudes de nuestra península, como María Lago, Fernando Sarría o Fran Picón, y de otros lugares del planeta, como la argentina María Ángeles Lonardi, con quienes desde entonces me ligan lazos de amistad alimentada por distintos encuentros en velorios poéticos allá y en recitales varios acá.

El martes 8 de junio tuvo una luz especial por varios motivos. Uno de ellos fue el cumpleaños de mi madre. Aunque ella no lo supiera. La víspera, cuando le decía que al día siguiente cumplía 75 años, me preguntaba, con esa incredulidad tan característica en ella, cómo lo sabía yo si no lo sabía ella. Como si ella supiera algo a estas alturas, en que ni la hora del reloj puede descifrar. Ese mismo día dos amigos cumplían años: la periodista, artista visual y comisaria de arte murciana María José Cárceles y el poeta y fraile dominico granadino Antonio Praena, que presentaba su último poemario en el Hemiciclo de la Facultad de Letras junto a otra magnífica y laureada poeta, la lorquina Inma Pelegrín, dentro del Aula de Poesía de la Universidad de Murcia.

También la madre de otra amiga, Isabel Rodríguez, Profesora de Arqueología en la Universidad Complutense, cumplía unos radiantes 94 en un estado que para mi madre, con 75, querría. Porque desde hace unos años aqueja a la mujer de mi vida, la que me dio el ser, la desgraciada enfermedad neurodegenerativa del Alzheimer, que como es sabido provoca un deterioro cognitivo progresivo e irreversible comenzando con la pérdida de conexiones cerebrales (sinapsis) y continuando con la acumulación de placas de beta-amiloide en el cerebro que hacen que hoy tengamos que marcarle qué debe vestir, regañarle por actitudes incorrectas, obligarla, contra su voluntad y con su resistencia, a hacer lo que debe y recordarle a cada momento cosas que pregunta continuamente y que atraviesan su mente para perderse en el olvido al instante.

Trato de que en mi pensamiento convivan mi recuerdo de lo que fue con el presente y de aceptar con resignación y paciencia cómo poco a poco se desvanece en una metamorfosis cruel que la pierde dentro de su propia mente, sumergida en el líquido amniótico en que se van transformando sus hipocampos. Imagino la impotencia de mi padre, su dificultad para aceptar que quien lo ha tenido siempre como un rey no sea capaz de cuidar ni siquiera de sí misma. Por eso disculpo una actitud de resistencia que complica la situación pero que comprendo.

Más de sesenta años hace que empezó a rondarla. El azar lo llevó como empleado en un taller mecánico justo al lado de la casa en que mi madre vivía con su familia. La proximidad propició que se vieran a diario y que se enamoraran. Tras siete años de noviazgo, después de que mi padre volviese de su prolongado servicio militar en marina, se casaron para formar una familia y han cumplido desde entonces los votos que juraron en el altar: amarse y respetarse en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad.

Más allá del olvido y del temor a olvidar, cuando nos sea imposible recrearnos en los instantes de dicha que han dado sentido a nuestra existencia, permanecerá, como una llama inextinguible, el afecto sincero de aquellos que nos quieren y para quienes seguiremos siendo quienes fuimos incluso cuando nosotros mismos perdamos la conciencia de nuestro ser.

Así que no importa que mi madre no lo sepa, por más que le repitamos que es su cumpleaños. Ella responde extrañada como si tuviera que resolver una ecuación de tercer grado para acceder al significado oculto de la palabra cumpleaños. Trataremos de sufrir estoicamente su presencia ausente y mantener la serenidad y la calma, sabiendo que, al margen de cualquier sinsentido, una cosa no necesitamos decirle: que la queremos.