Hace unos años, en mi pueblo, un grupo de vecinos se personó en el Ayuntamiento para exigir que le cambiaran el nombre a su pequeña calle, a pesar de los inconvenientes y las molestias que ello les ocasionaría: cambio de dirección en todos los documentos de todos sus habitantes. Y eso que la calle tenía un nombre inocente, Topacio; nada relacionado con generales golpistas, políticos corruptos o miembros de la Casa Real caídos en desgracia. Por esas fechas, Topacio fue el nombre con el que se bautizó a un megaprostíbulo de lujo que se instaló en la localidad y al que acudían clientes de todo el sureste español. Un peligroso antro que fue clausurado por la Policía al demostrarse su relación con el tráfico de drogas y la prostitución de menores.

Durante un tiempo, la desagradable coincidencia ocasionó continuos disgustos al tranquilo vecindario. Al parecer, era usual que los navegadores de los coches condujeran a los clientes hasta esta tranquila calle. No sé si será cierto, pero cuentan que, alguno de ellos, ansioso, llegó a llamar al timbre de una casa mientras se bajaba la cremallera de la bragueta. Más de un vecino tuvo que acudir al prostíbulo en busca de una carta extraviada, y hasta un camión de mudanzas estuvo a punto de depositar los muebles de una familia en el puticlub.

En fin, se traslada uno a vivir al adosado de sus sueños, a una calle con nombre de piedra preciosa, y empieza la pesadilla…