El lenguaje es la casa del ser, dijo Heidegger, y le creímos sin pensar siquiera, porque la primera frase de nuestra cultura es «en el principio fue la palabra» y ese principio, además de asociar la palabra a Dios, afirma tácitamente que la palabra es un fruto del alma y que sin alma no hay lo que entendemos por ser. Sin lenguaje no hay alma y sin alma no hay racionalidad, ni conciencia; el lenguaje, por tanto, es una demostración de su existencia.

Pero aunque estemos convencidos de ello, basta poner el oído alrededor para sospechar (y la sospecha es una máscara para retrasar la confirmación) de que esto también forma parte del mundo de ayer. O al menos, no lo forma del mundo de hoy. Ha sido demasiado fácil la instalación de lo que está barriendo con el lenguaje tal como lo entendemos. Y eso contando con que el lenguaje es también el mejor territorio de la libertad: desde la literatura al Parlamento de una nación, desde el amor a la espiritualidad. O sea: el arte, la política, la vida privada y la metafísica, cosas que son del espíritu, en fin. 

Desde hace poco más de un año hemos dejado de hablar como hablábamos y, sobre todo, hablamos de lo que no habíamos hablado nunca. Si nos escucháramos ahora desde ese pasado perdido, no saldríamos de nuestro asombro. Ay de aquellos que nos sonreímos cuando el presidente del Gobierno citó por vez primera el término ‘nueva normalidad’ y pensamos en una nueva anormalidad. Pensamos, en fin, que la sociedad tenía resistencias suficientes para afrontar la tontería, y eso pese a que llevábamos mucho tiempo escuchando delirantes neologismos que en vez de la economía (una de las funciones del lenguaje) apostaban por su atrofia, llamando con dos o tres palabras, cuanto más abstrusas, mejor, lo que toda la vida se había enunciado con una sola. 

Pero como esas corrientes procedían de los gabinetes de pedagogía, sociología y psicología no se dio demasiada importancia a tanto raro insecto revoloteando a nuestro alrededor. Han bastado un virus de la China y un enclaustramiento cuya única ventana era la horrenda televisión (donde solo nos salva La 2) para que todos hablemos un lenguaje que no es. Quiero decir que en el sustrato de ese lenguaje no están ni el arte, ni la vida privada, ni la metafísica. Sí está la política (porque es el poder quien ha actuado y actúa sobre el lenguaje-, pero una política tullida. Ni más, ni menos. Y como tontos, detrás, nosotros. 

«¿Estás vacunado?» «A mí me falta la segunda». «¿Os reunís con vuestros hijos?». «Fulanito tuvo una reacción tremenda». «Pues a mí no me hizo nada, un escalofrío por la tarde y ya está». «A ver si nos quitan la mascarilla». «Menganito, en cambio, tuvo mucha fiebre durante un día y después nada». Frases que han venido a sustituir a las anteriores sandeces aceptadas con entusiasmo de unidades familiares, grupos de riesgo, diferentes burbujas y toda la faramalla. Y eran personas inteligentes las que hablaban de unidades familiares y burbujas y lo que les echaran de comer, que eso repetían tan contentos. Sigo hablando de lenguaje, no de manías y encierros y miedos y otros delirios, que esto entra en otro apartado y que de ahí no salga, por favor. Pero basta oír hablar de vacunas para salir gritando socorro, que alguien nos ayude a escapar de este mundo feliz.

Y aún hay más: lo han probado y les ha gustado el resultado. Hablo del poder y su vanguardia, la prensa, pues entre sí se necesitan. O sea que ya se deben preparar otras tandas de imbecilidad provocada y la primera ya está aquí con las nuevas tarifas de la luz (llegará el día en que la palabra nueva nos causará erisipela súbita). La subida de las tarifas eléctricas llegan en un momento de apoteosis de los coches eléctricos y otras pijomandangas pensadas para una sociedad rica y no para la que realmente somos. 

Y como por un lado, el poder político está en manos de gente cada vez más joven y por otro, el desprestigio de la memoria y de la cultura es inmenso, nadie recuerda exactamente qué clase de país, qué clase de nación, somos y cuales son nuestra economía real y nuestros recursos. Pese al susto de la pandemia y el todo cerrado, nadie lo recuerda ni quiere saber dónde vive exactamente. Como si todos fuéramos ricos y si no, venga una subvención. O sea que coches eléctricos a tutiplén, que todo el monte es orégano y además sostenible (ese palabro que de tanto usarlo ya no significa nada que no sea tosco y desgastado reclamo publicitario).

Mientras tanto, a hablar de franjas horarias y de si yo enchufo el lavavajillas a las tres de la madrugada y a las cinco la lavadora y bla, bla, bla… 

Si el lenguaje es la casa del ser, no me digan que no se haya empobrecido. El ser, claro.