Llueve otra vez, apenas comenzando junio, la primera tormenta de verano, aunque faltan tres semanas para que empiece. Llueve otra vez, tengo la espalda hecha trizas tras casi cinco horas seguidas de exámenes ayer, y busco algo con lo que relajarme un rato mientras veo caer la lluvia esta mañana.

Entre mis viejas grabaciones musicales aparece de pronto el concierto de San Silvestre de 1988, en cuya segunda parte el entonces casi desconocido y jovencísimo —17 recién cumplidos— pianista ruso Evgeni Kissin interpretaba el Concierto para piano y orquesta nº 1 de Tchaikovsky con la Filarmónica de Berlín, dirigidos por un Karajan ya mayor —81, moriría seis meses después— y que llevaba años sufriendo artritis y una afección de columna vertebral que le hacía difícil e incluso doloroso caminar.

La enfermedad ha sido cruel, atacándole vértebras y manos, pero el rostro aún es vivo y la mirada tajante. Movimientos muy leves de los labios y gestos tan amplios como aún le permite el viejo cuerpo, con la espalda apoyada en la discreta baranda.

Diría el no entendido observador que es a la orquesta a quien su mano, sumisa, obedece, y que es vacua esa elevación casi mística del rostro hacia el cielo reducido del complejo techo de la sala. Junto a él, un poco adelantado, el nuevo genio de melena rizada, la edad de un joven dios, replicando a la orquesta con potencia asombrosa y noble acento, las manos en las teclas, dedos largos —como todo pianista, me dirán, aunque no es un pianista como todos—; mira pocas veces al maestro y éste sólo vuelve la cabeza y satisfecho asiente a ese compás, cual si a su nieto estuviera dirigiendo. Von Karajan y Kissin, Tchaikovsky en el piano y en el alma del joven y del viejo, jovencísimo y sobrio, eficaz y apasionado, tremendo y elegante.

Calla ahora la orquesta y el maestro de nuevo vuelve ligeramente la cabeza, de nuevo sin mirarle, tranquilo y esperando, de nuevo la sonrisa, eleva las manos y la orquesta al completo replica. Final del movimiento.

Comienza ahora la flauta, dulce, sola, el segundo, lento, pensante. Los violines de nuevo y el piano, clarinetes, la trompa, violonchelos. Y el piano detrás, lento, seguro, juguetón, los pizzicatos. La orquesta y el muchacho, suave, atento. El maestro y el muchacho ante él y tras él, como la vida. Pausa leve, sonrisa y recomienzo. Poderoso el tercero, sin un respiro apenas, ligereza vibrante y convencida, ya casi hasta el final tutti continuo.

Y el muchacho veloz, sobre las teclas las manos, los ojos hacia el viejo, arrebatado, que ahora sí, le mira abiertamente, complacido, mientras lleva a la orquesta hasta el finale del Allegro con fuoco.