En 1904 Julio Verne publicó El Dueño del Mundo, una extraordinaria novela de ciencia ficción que se alejaba del optimismo que aparentemente había predominado en su obra anterior. La novela está cargada de funestos presagios.

Robur o el moderno Prometeo

Como si estuviera emparentada con la mitología más primordial y con los recuerdos más ancestrales del ser humano, todo empieza con la extraña manifestación de una serie de sucesos inexplicables; acontecimientos inquietantes consistentes en la aparición de extraños vehículos en puntos geográficamente muy distantes, sobre las aguas, sobre tierra firme y surcando los cielos. Estos artefactos son capaces de las más increíbles maniobras y alcanzan una velocidad jamás vista por el ser humano. Pronto queda establecido que no se trata de ingenios diferentes sino de un único y prodigioso aparato salido de una mente humana, un vehículo portentoso capaz de volar, navegar, y circular por tierra firme, nacido de la mente de un ingeniero llamado Robur, que ha renegado de la humanidad, decepcionado por las catástrofes que esta ha provocado y que sueña con el orden y la paz; pero el orden y la paz conseguidos a través del miedo, el terror que sin duda provocará en el mundo la simple presencia de su máquina infernal; la cual, junto con su domino absoluto de todos los medios físicos posee además una devastadora capacidad de destrucción, que el funesto ingeniero dirige primero contra los navíos de guerra que encuentra y que, además, está dispuesto a emplear contra cualquier ser humano que se oponga a sus designios, a su tenaz voluntad de poder y de dominio. Robur se complace en presentarse como si fuera un jinete del Apocalipsis a lomos de su caballo infernal.

No cabe duda, este es un personaje emparentado con el capitán Nemo, el legendario comandante del Nautilus. Pero no se contenta con el domino de los mares ni en ser una especie de Jonás dentro de una ballena mecánica dispuesto a destruir las escuadras navales de naciones violentas e imperialistas. Robur pretende ir más allá, aspira al dominio universal y a destronar a Dios de su torno en el nombre de una nueva fe basada en la tecnología. Su prodigiosa máquina es el primer arma total concebida por la humanidad, el embrión arquetípico y todavía literario, del arma definitiva cuya presencia ha de provocar tal temor que traerá por sí misma la paz, una paz hija del miedo.

En la novela de Verne, el alma humana aparece corrompida, cainita, incapaz de conducirse por amor a los demás, tan solo ha de ser sometida por la violencia y por el terror. Pero tal es la fuerza mortal y demoníaca de la humanidad, que hace falta, para doblegarla, una fuerza aún más tenaz y titánica. No puede ser sino la fuerza de la técnica. Julio Verne anticipó con notable clarividencia una era de armas decisivas para inspirar miedo, para doblegar a través del terror. Concibió la guerra submarina, anticipó las grandes oleadas de bombardeos sobre inocentes poblaciones civiles; reconoció el alba de la guerra moderna. Aún estaba lejos de ver hasta dónde había de conducir a la humanidad doliente y desgraciada el hecho de trasladar el principio de producción industrial al mundo militar, de aplicar la fría razón técnica al arte de la guerra.

Este gran escritor no pudo conocer la era del átomo pero en su obra palpita de manera reconocible y clara la herencia demoníaca del Titán que robó el fuego sagrado de los dioses, el fuego forjador de armas, el fuego que alteraba la materia y que conseguía trasmutar los minerales y transformarlos en herramientas de muerte. Sin la primitiva llama ardiendo sobre una caña que tanto recuerda a tiempos y horizontes prehistóricos, nunca se hubiera doblegado el átomo y no hubiéramos conocido a la más ilustre de las armas definitivas, el arma nuclear, cuya sola presencia como espada sin desenvainar ha conseguido marcar la vida de generaciones enteras. Ha elevado al ser humano a la categoría de un dios, pues si Yahvé todopoderoso necesitó siete días para crear el mundo, al ser humano le bastan siete horas para destruirlo por completo.

Pero este dios humano y técnico lleva implícita su propia destrucción. En la fábula de Verne, Robur, símbolo colectivo, provocó su final fatal. Emparentado con los arquetipos ancestrales de la mitología, como si fuera un nuevo Dédalo o Faetón, alzó su mano contra los ojos llameantes de Zeus, lanzó su prodigioso vehículo contra el cielo mismo y cayó abatido por la fuerza de un rayo.

La fábula del dueño del mundo nos muestra el camino que aguarda, sin duda, a la humanidad soberbia, cuando esta haya terminado de sacrificar su razón humana a cambio de una dudosa razón técnica. A principios del siglo XX era solo una perspectiva inquietante. Cien años después sabemos que ya es nuestra condena.