En la vida todo llega, y en la vida política de Benjamin Netanyahu (también conocido por el diminutivo Bibi) parece llegado el momento de decirle adiós al cargo que ha ido empalmando elección tras elección durante los últimos doce años.

Netanyahu es el presidente de Israel más longevo de la historia de un país que lleva como quien dice cuatro días existiendo. Aunque nadie debería aún lanzar las campanas al vuelo, teniendo en cuenta que la coalición de partidos que va a sustituirle dentro de unos días parece tan inestable como un castillo de naipes en un barco que navega en medio de una feroz tormenta. La improbable coalición agrupa desde la extrema derecha judía hasta un partido islamista palestino. Si muchos califican al gobierno de Sánchez en España como Frankenstein, lo de Israel se parecerá más bien a esos muñecos anti estrés a los que puedes arrancar la cabeza y todo los miembros para volver a juntarlos después sin esfuerzo porque se unen con velcro. Pero sí, parece que los isralíes están por mandar a su casa a Netanyahu cuando no a la cárcel directamente, cosa muy probable si fuera condenado en una de las múltiples causas penales por corrupción que tiene abiertas.

En la hora de la despedida, hay que reconocer a Netanyahu una cintura política fuera de lo normal, lo que resulta una gran virtud en un sistema político altamente fragmentado y con múltiples partidos enfrentados por diferencias étnicas, ideológicas y religiosas. La última vez que escribí de Israel en esta página, me llamaron ignorante a través de Facebook, una señora en concreto que se sintió herida porque hablara entonces de que Israel iba camino de consagrar un sistema de apartheid. Parece que lo que escribí le pareció insultante, y por eso me gustaría que me diera su opinión sobre la ley aprobada después de la publicación de mi artículo por la Knesset en julio de 2018 en la que se establece que el futuro de la nación israelí solo puede ser decidido por la parte de sus ciudadanos que es judía. Si negar un derecho tan elemental al 20% de sus ciudadanos, que resultan ser árabes, no es apartheid, que venga Dios y lo vea. Y eso constituye un problema cada vez más gordo, porque las nuevas generaciones de palestinos son cada vez más proclives a integrarse en un solo Estado con cierta autonomía para las dos nacionalidades, dado el nivel de ineficacia y corrupción que ha enraizado en la pantomima de protoestado palestino constituido a raíz de los acuerdos de paz de Oslo con el ambiguo título de Autoridad Nacional Palestina. Lo que la gente quiere en los territorios ocupados, como en cualquier otra parte del mundo, es vivir en un país próspero, y si es democrático y se respetan los derechos humanos, mejor. Y nadie duda de que Israel, Ley de Nacionalidad aparte, lo es.

Lo más probable es que de la idea de los dos Estados solo quede vigente en la franja de Gaza, con dos millones de ciudadanos, de los que un 80% vive de la ayuda internacional, gobernados con mano férrea por una organización terrorista que actúa como proxy de la teocracia iraní en la larga e interminable lucha que enfrenta a las dos versiones del islam en esa parte del mundo. Que los árabes están hartos de esperar a que se concrete la fantasía política de los dos Estados se demuestra por la reciente cascada de restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y varios países árabes, preludio de la normalización entre Israel y Arabia Saudita, que pondrá punto final a la historia de enfrentamientos de los judíos con los árabes, al menos en su facción sunita.

Lo interesante de los interminables diez años de Netanyahu es cómo supo torear a Barack Obama, con el que se llevaba a matar, y cómo se aprovechó para sus intereses electorales del descontrolado Donald Trump, que siempre lo reconoció como un alter ego por su ideología conservadora extrema y por su racismo militante. Con Netanyahu se nos va un maestro de la negociación, que para muchos pasará a la historia por su tremenda habilidad en acordar con Pfizer la vacunación preferente de los israelíes, burlando así a los países más poderosos y a la propia UE.

El holocausto judío (una infamia que pesa en la conciencia de Occidente como una losa) sería la poderosa justificación de que casi dos mil años después, un movimiento migratorio ideológicamente motivado hacia una parte del dominio británico en ultramar, se convirtiera en realidad en una usurpación de territorios, con expulsión por la vía terrorista de los colonizadores y la consolidación por vía bélica y la derrota en sucesivas guerras de sus legítimos ocupantes, que llevaban allí la friolera de dos mil años. Israel nació de una injusticia histórica avalada por una inmadura ONU como una nación diseñada en los despachos de las cancillerías occidentales, que habían producido otras aberraciones territoriales al amparo del acuerdo Sykes-Picot en el fragor de la Gran Guerra.

Nunca nos habríamos podido imaginar que de aquellos best sellers y taquillazos como Éxodo, que disfrutamos con delectación en nuestra infancia, seguiría una secuencia interminable de terror (recuérdense las decenas de soldados británicos masacrados en el atentado del Hotel Rey David perpetrado por terroristas judíos ), injusticias, matanzas de civiles y apartheid como la que ha dado forma a la historia de la Israel en sus escasos años de existencia. Una historia que no terminará pronto, ni siquiera con la expulsión de Netanyahu de la presidencia, pero con un final que parece ahora inevitable: un solo Estado bajo una misma enseña común fruto de la unión de dos pueblos que acabarán por cansarse de estar siempre en guerra y decidirán en algún momento del futuro apostar por la paz.

Otra cosa será el formato que tendrá ese engendro binacional, pero lo que es seguro es que tendrá que ser lo suficientemente atractivo y flexible para erradicar el temor de ambas partes a futuros enfrentamientos y suficientemente democrático para no discriminar en lo fundamental a ninguna de las dos comunidades. No sería un experimento único, si tenemos en cuenta la realidad del Estado belga en el corazón de Europa, integrado por ciudadanos de dos culturas distintas que ni tan siquiera entienden el idioma los unos de los otros y que se desprecian y odian intensamente.

Y por cierto, un país, Bélgica, con sus flamencos y valones que también fue rediseñado artificialmente en el Congreso de Viena de 1814. Y es que la historia de las casi doscientas naciones soberanas reconocidas por la ONU está forjada por múltiples casualidades y toneladas de incoherencias.