La tradición dice que todos los 6 de junio, un grupo de aficionados a la II Guerra Mundial acuden hasta el cementerio americano de Omaha y frotan con arena de la playa los nombres y fechas de las tumbas. Al lavar las lápidas, produce un efecto dorado que dura al menos unos días. Los nombres de aquellos soldados se iluminan frente a los acantilados, en memoria de la batalla que liberó a Europa del nazismo. El desembarco de Normandía fue el principio del fin para Hitler en el frente occidental y, sin duda, la primera piedra de lo que constituiría años después un continente unido por la libertad y los valores democráticos: la Unión Europea.

Fueron muchos los jóvenes que dejaron sus vidas en las playas de Omaha, Utah, Gold, Juno y Sword, abriéndose camino entre ametralladoras y niebla. La peor parte la sufrió el sector americano, las playas de Omaha y Utah.

Entre ellos, en una segunda oleada (lo que le salvó de una muerte segura), se encontraba un muchacho de veinticinco años con seis capítulos de una futura novela en el bolsillo. Nos referimos a J.D. Salinger, uno de los grandes escritores de culto americanos, al que solamente una obra, El guardián entre el centeno, bastó para pasar a la biblioteca del siglo XX. Historia crucial, que conecta con los sentimientos de rebeldía e incomprensión de la adolescencia, la vida de Holden Caulfield deambula durante días por la ciudad de Nueva York tras haber sido expulsado del colegio universitario donde residía. La novela es un pensamiento en voz alta, un soliloquio paseando por Central Park y comprobando en el duro invierno cómo la vida carece de un sentido aparente.

El éxito de la novela probablemente fuese tan improbable que el propio Salinger rechazó toda su vida la fama. Pero es un libro liberador, que ayuda a muchos jóvenes a comprender que no están solos en sus pensamientos, que les anima a emprender el camino de la madurez a través de la decepción. A Salinger se le asignó tareas de inteligencia durante el desembarco, como interrogar a enemigos en los días posteriores a la matanza. Formó parte del ejército aliado hasta el final de guerra, viviendo la crueldad de la batalla de las Árdenas y liberando el campo de concentración de Dachau.

Pero no fue el único escritor que participó en aquellos días de junio en el desembarco de Normandía. Marta Gellhorn trabajó como corresponsal de guerra por toda Europa. Muchas biografías la anuncian como la esposa de Hemingway, pero esto solamente puede alagar al escritor de Por quién doblan las campanas, libro que le dedicó. Marta Gellhorn tiene la suficiente entidad literaria como para ser recordada como una de las mejores corresponsales de guerra del siglo XX, sin más apoyos maritales. Retrató los días de Normandía para diversos periódicos, tratando la crudeza de la muerte en primera persona como testigo magistral de los hechos. Reunió las mejores crónicas en un libro capital para el periodismo. Se trata de El rostro de la guerra, publicado en Debate, un repaso de su acción de corresponsal desde la Guerra Civil española hasta Vietnam.

El que no pudo saltar la víspera para infiltrarse en las líneas enemigas fue Evelyn Waugh, el gran escritor inglés de ambientes aristocráticos. Una lesión en un entrenamiento probablemente lo liberó de la carga trascendental de enfrentarse a su destino. A cambio, escribió Retorno a Brideshead, una introspección sobre los valores familiares y religiosos de la Inglaterra más puritana. En inteligencia también participo Stefan Heym, judío-alemán que emigró a Estados Unidos y que se alistó al ejército. Un año antes del desembarco, había publicado Rehenes, sobre el atentado de un alto dirigente nazi en Praga y las represalias alemanas a la población checa.

Cornelius Ryan escribió, tal vez, la gran epopeya del desembarco de Normandía. El día más largo es un libro extenuante que muestra todas las caras de la guerra y desde todos los puntos de vista. En él se recoge el testimonio de ingleses, americanos, franceses, pero también alemanes. Hombres todos que representaban un papel grotesco sin telón ni tomas falsas. Ryan había participado en labores aéreas junto al ejército estadounidense, así que pudo tener una perspectiva global de toda la operación. Su libro descifró uno de las mayores escenarios de la II Guerra Mundial, acercándolo al público. De él han bebido autores que también han contribuido a engrandecer aquel 6 de junio a través de la escritura, como Max Hasting y su obra Overlord y el reciente Antony Beevor con El día D: la batalla de Normandía.

El elenco debería incluir Hermanos de sangre y Puente Pegasus, ambos de Stephen E. Ambrose, pero el espacio nos limita. El 6 de junio de 1944 varios miles de jóvenes de diferentes nacionalidades, en las playas de Normandía o en lo alto de los acantilados para impedirles el paso, dejaron sus vidas por el sueño de la libertad. Muchos de ellos hubieran sido magníficos escritores, artistas, arquitectos o cineastas, pero la guerra selecciona también los nombres que perduran y los que se olvidan. Los escritores que nunca fueron viven también a través de las obras de los que sí lograron imponerse a la muerte. Vivir para contarlo. Me gusta pensar que la imagen de los supervivientes se asemeja a la historia de Robert Capa, también presente en la playa de Omaha. Se jugó la vida para retratar los peores momentos del desembarco. En el momento del revelado de las fotografías, solamente once pudieron rescatarse debido a un error técnico. Las once fotos estaban fuera de foco, movidas, como si le temblase la mano por el miedo. Once entre miles de instantáneas tomadas durante aquella mañana de espanto. Tituló sus memorias Ligeramente desenfocado. El título nos sirve también para todos aquellos escritores.