En días pasados asistimos a un episodio más del enfrentamiento abierto, y desigual, entre Israel y Palestina. El deseo de colonos judíos de expulsar de sus viviendas a varias familias palestinas que habitan en el barrio Sheik Harrah, en la ocupada Jerusalén Este, y el ataque israelí a la mezquita de Al Aqsa durante el Ramadán están en el origen de la represión en la zona, seguida de los criminales bombardeos sobre la Franja de Gaza, desproporcionados como tantas otras veces. Lo que ocurre hoy en Israel y en los Territorios Ocupados no es un conflicto simétrico, porque uno de los bandos es un Estado constituido como tal y con un potente Ejército mientras que el otro no dispone ni de Estado ni de Ejército. Además, el contexto actual es diferente al de la creación del Estado judío en 1948: Israel ha establecido hoy relaciones diplomáticas con los países árabes de su entorno y se registra una clara alianza de los países suníes, con Arabia Saudí a la cabeza, con Isral, para frenar a Irán.

Ya nadie parece querer recordar que el sionismo estuvo en el origen de la Resolución 181 de la ONU, de 1947, que admitía la partición de Palestina en dos Estados. Triunfaron, en definitiva, las tesis de Theodor Herz (sionismo intelectual) y Ben Gurion (sionismo obrero), hoy agotadas; se consolidó la promesa de Lord Balfour, en 1917, de dotar de un hogar nacional en Palestina a los judíos de la diáspora (nunca se insistirá bastante en la responsabilidad del colonialismo británico en la inseguridad que registra la región); y, con la creación del Estado de Israel en 1948 (se otorgaba el 54% de Palestina a la comunidad judía), la ONU descargaba su sentimiento de culpa por lo ocurrido durante la II Guerra Mundial.

Recordemos que, en esas fechas, el rey Abdullah de Jordania no renunciaba a la idea de la anexión de toda Palestina y el resto del mundo árabe intentó, mediante la guerra de 1948, asfixiar, sin conseguirlo, a la nueva nación. Tras esa guerra, Israel procedió a anexionarse un 20% más del territorio asignado por la Resolución 181 antes citada. Entre 1947 y 1948 más de 700.000 personas fueron expulsadas de sus tierras. Y tras la guerra de 1967 y la ocupación israelí de Cisjordania y la Franja de Gaza, se calcula en cinco millones la población refugiada ubicada en distintos campos de la región. Los palestinos de la diáspora han venido sufriendo en sus propias carnes las durísimas condiciones de vida en los campamentos.

En 1985, la respuesta violenta de ciertos grupos de la resistencia, de la que son una muestra los atentados en Larnaka (Chipre), las matanzas de los aeropuertos de Viena y Roma, por comandos de Abu Nidal, y el secuestro del barco Achille Lauro, no se hizo esperar. Pero estas acciones sospechosamente fueron coetáneas a los intentos de Hussein de Jordania y de Yassir Arafat de constituir una federación jordano-palestina en los territorios ocupados.

Junto a la diáspora, sin duda ha sido la represión constante practicada por Israel el mayor drama sufrido por el pueblo palestino, con cifras también asimétricas. Según la ONU, desde 2008 hasta 2020 hay 5.950 personas palestinas muertas (a las que hay que sumar las víctimas de los pasados días) y 115.00o heridas, frente a las 251 muertes y 5.600 heridos israelíes. Esta respuesta represiva israelí se ha venido centrando, mayoritariamente, en la Franja de Gaza, donde viven hacinadas dos millones de personas. Israel justifica los ataques por la existencia de Hamás. Pero, además de que la población palestina no es sólo Hamás, no hay que olvidar que en la superpoblada Franja es la única organización que provee a sus habitantes de servicios básicos como electricidad, agua, sanidad, educación, etc. A mayor abundamiento, cuando Israel acusa de terrorismo a Hamás olvida conscientemente sus orígenes. En 1946, el grupo terrorista Etzel colocó un explosivo, compuesto por gelinita, en el hotel King David de Jerusalén, ocasionando 91 muertos. Su jefe militar, Menaghem Begin, convertido en primer ministro, firmó 32 años después la paz con Egipto y no tuvo empacho alguno, pese a sus antecedentes, en recibir el Nobel de la Paz. En septiembre de 1948, Folke Bernadotte, un noble, militar, diplomático y dirigente de la Cruz Roja sueca, fue asesinado a tiros por el grupo terrorista judío Lehi.

Las posiciones están, hoy, como siempre, muy enquistadas. Netanyahu, acusado de corrupción y al frente del Likud, niega hoy legitimidad al pueblo palestino, ignorándolo como lo hiciera en su día Golda Meir, que incluso llegó a negar su existencia. Pese a todo, dando por supuesto que el Estado de Israel, a diferencia de 1948, está hoy plenamente consolidado, la cuestión se centra en poner freno a su espiral de odio y, sobre todo, a sus ansias expansionistas, que van unidas a un indisimulado intento de practicar una política de apartheid y, por qué negarlo, de genocidio.

Desde el principio, la posible creación de un Estado binacional, que contase con una confederación judía, árabe y de otras minorías, como alternativa a la partición de Palestina, ya era contemplada en 1948 por la filósofa Hanna Arendt. En la misma línea, en 2002 el pacifista israelí Michel Warchawski, en su libro Israel-Palestina, la alternativa de la convivencia binacional (Edic. de la Catarata, Madrid, 2002), planteaba también que el binacionalismo conseguiría regularizar la coexistencia entre los dos pueblos.

Sin embargo, el Frente Nacional para la Liberación de Palestina (FNLP), tras la guerra de 1973, era partidario de la partición del territorio de la Palestina histórica en dos Estados, hecho también admitido en la Declaración de Principios de Oslo de 1993, basada en el reconocimiento mutuo del Estado de Israel y del movimiento nacional palestino. Hoy, la mayoría del pueblo palestino apoya también de la existencia de esos dos Estados.

Sin embargo, para muchos analistas, esta solución está hoy muerta y enterrada. El profesor Yoav Pelev, de la Universidad de Tel Aviv, contempla como solución que la población palestina disfrute de los mismos derechos civiles y políticos como individuos, al tiempo que autonomía cultural, nacional o derechos colectivos, como ‘minoría nacional’.

Por el contrario, el profesor palestino Rashid Kalidi (Universidad de Columbia) se muestra escéptico; el conflicto, según él, tiene un carácter colonial: hay una evidente desigualdad de derechos, pues cinco millones de palestinos viven sometidos a un régimen militar en los Territorios Ocupados, sin derechos, frente al medio millón de colonos israelíes que sí los disfrutan.

Según Mariano Aguirre, en un artículo en BBC Mundo, Israel se está transformando en un Estado con una mayoría de población judía (74%) de sus 9,2 millones de habitantes, con 1,93 millones de árabes y 445.000 cristianos no árabes y miembros de otros credos. Además, ejerce el control sobre los 2,16 millones de palestinos que viven en Cisjordania. Si Israel se anexionara este territorio, aumentaría la proporción de población palestina. Según este autor, «la idea de los fundadores de Israel fue crear un Estado judío y democrático. Con los palestinos sin derechos, o derechos limitados, sería un Estado con discriminación racial, al estilo del apartheid africano».

Yo añadiría a esta última reflexión que, de hecho, la política de apartheid y el intento de genocidio ya lleva aplicándolo Israel casi desde su fundación. Si la comunidad internacional no reacciona, si la UE y EEUU no cuestionan el estatus privilegiado que vienen concediendo a Israel, el conflicto seguirá enquistado. ¿Estallará algún día la paz?