Si hay algo con poder para paralizar a una persona es el miedo, que se manifiesta de muchas maneras, a veces difíciles de identificar, lo que complica la posibilidad de superar temores a menudo infundados. Una de ellas es la falta de autoestima, que tiene que ver con la manera en la que sentimos que los demás nos perciben, e influye en nuestra forma de relacionarnos, alimentando complejos de todo tipo, que cobran un tamaño desproporcionado y los convierte en monstruos que amenazan con devorarnos y nos lleva a justificar que otros nos traten con desprecio, paternalismo o displicencia. Es fundamental que nos queramos para que nos quieran. Si nos maltratamos no nos haremos respetar, y eso es algo fundamental: el respeto y la dignidad, tanto propio como ajeno. Pero por desgracia inconscientemente solemos ser nuestros peores enemigos.

Haciendo gala de su significado etimológico (del latín complexum), los complejos tienen la tendencia a acapararnos en un abrazo atenazador. Es un término muy usado en psicología conductual, y coloquialmente se dice que alguien está acomplejado cuando se resiste a aceptar rasgos propios físicos o de carácter, lo cual le lleva a sentirse inseguro, perturbado, confuso, y a reprimir o esconder aquello de sí mismo que rechaza, por temor a que otros lo descubran y lo ridiculicen. Por lo general los complejos suelen remontar a la infancia, momento en el que el individuo es especialmente frágil y vulnerable, y en el que comienza a fraguarse su identidad, a través de la relación con su entorno.

Hoy quiero hablar de un complejo físico que me atormentó durante mucho tiempo.

De niña fui una sirena. Una sirena varada. Desde que tengo uso de razón recuerdo que al caminar tropezaba y caía con frecuencia, y muy pronto asumí la etiqueta de ‘torpe’ como una condición intrínseca de la que no me era posible zafarme, como no podía evitar morderme las uñas, costumbre que se sumaba a mi inseguridad, y que probablemente nacía de ella ¡cómo temía el test de mi padre cuando me pedía que le rascase la espalda! Recuerdo haber usado plantillas para pies planos hasta que un podólogo descubrió que mis pies no eran planos, sino que por el contrario el arco plantar era tan marcado que los hacía cavos (sigo sin tener claro si como consecuencia de un mal diagnóstico), pero en cualquier caso a partir de entonces seguí usando plantillas ortopédicas, ahora para corregir el exceso de arco. En un chequeo escolar me diagnosticaron genu valgo, y entonces comenzó de verdad mi particular via crucis, con visitas asiduas a un médico ortopedista en la Avinguda República Argentina en Barcelona. Con el fin de corregir mi defecto me prescribió el uso, cada noche, de un auténtico aparato de tortura cuyo nombre poético no hacía presagiar que pudiera serlo: cola de sirena.

Para más inri, al igual que sucede a muchos niños, hasta los siete años sufrí de eneuresis nocturna. A menudo me despertaba empapada en mitad de la noche y llamaba a mi madre para que viniera a socorrerme del naufragio, pues el aparato ortoprotésico al que había de dormir encadenada consistía en un arnés de cuero que mantenía juntas las dos piernas desde las ingles hasta los tobillos por medio de correas abrochadas por hebillas que yo era incapaz de soltar sin ayuda.

Seguramente ese fuera el motivo de un sueño recurrente, en el cual volaba libre divisando el mundo desde las alturas hasta que me veía obligada a tomar tierra, siempre de forma accidentada y estrepitosa. Y así despertaba.

En las clases de gimnasia los profesores se empeñaban siempre en que juntase los tobillos, algo que me resultaba imposible debido a la constitución de mis huesos. Las rodillas chocaban entre sí y era incapaz de conseguir que ambas piernas quedasen completamente alineadas. Por suerte mis compañeros jamás se burlaron de mí, lo que no impedía que yo me sintiera estigmatizada y avergonzada por no poder hacer ni con un esfuerzo ímprobo lo que otros conseguían de la forma más natural. Después llegaron las luxaciones de rótula, la primera a los 13 años, que se repitió en varias ocasiones hasta que diez años más tarde me produjo rotura de cartílago y me fue diagnosticada la condromalacia.

Con los años se tiende a relativizar lo que en algún momento fue un mundo, y la madurez hace que se asuman condiciones físicas y psíquicas y se superen determinados perjuicios. Es difícil ponerse en la piel de otros cuando no se ha sentido la limitación que suponen.

Por eso desde el altavoz de esta página quiero denunciar a quienes no tienen escrúpulos para aprovechar las debilidades ajenas en su beneficio e invito a superar los miedos, cualesquiera que estos sean. Porque, en palabras del escritor Benjamín Prado, «dentro del miedo no hay donde esconderse».