Mientras voy teniendo claro el tema a tratar en los artículos, pienso en canciones. Hoy quería reflejar en el texto la relación que tenemos las madres con nuestros hijos preadolescentes, poca broma. Ha sido curioso; se entrelazaban las letras de Simple Man Lynyrd Skynyrd (dónde la madre, sentada apaciblemente en un día soleado junto a su hijo, le aconseja mirar dentro de su alma todo lo que acontece a su alrededor, para que crezca siendo justo, honrado y sencillo) con la antítesis del texto que mi querida y admirada amiga Aurora Beltrán (Tahures Zurdos) escribió de manera chispeante en Mis hijos me espían (donde una madre se queja amargamente de que sus retoños, ya creciditos, la privan de libertad, le esconden los licores y el papel de fumar. Controlan su vida y hace tiempo que no la dejan salir de casa después de las diez. Y es eso, es la montaña rusa de las relaciones materno filiales y cada etapa dicta el camino a seguir. En la que yo me encuentro y creo que muchos de ustedes me entenderán, el ritmo lo marca la preadolescencia. Empieza el baile y es Rock’n’Roll.

Tenemos la inmensa fortuna de poder entender el concepto de familia de muchas formas. Debido a factores culturales, sociales o económicos; este sistema, el familiar, es el que más cambios ha experimentado a lo largo de la historia. La nuclear (tradicional) o compuesta por un hombre y una mujer tengan hijos o no; la reconstruida que suma a unos padres divorciados hijos de anteriores relaciones; la unipersonal; la familia homoparental (tras mucho esfuerzo social); la de padres separados... Stop, esa es la mía.

A pesar de no vivir juntos, seguimos con el proyecto que una vez comenzamos cumplimos el rol de progenitores e intentamos compartir las funciones y deberes aunque no siempre se esté de acuerdo con la otra parte. Formar un hogar no siempre se elige, en mi caso sí. La necesidad de ser, tener, relacionarse apareció paulatinamente y funcionó, y aunque soy consciente de que aún las hay que se encuentran con el rechazo de la sociedad en que vivimos, esta diversidad familiar es celebrable como se puede apreciar aún sin estar exenta de críticas por parte de los que se quedaron estancados en valores morales y creencias.

Pero es que normalizar la nueva forma de ser y convivir en familia no es tarea fácil, ya se encargan los prejuicios y estereotipos de llenar el camino de piedras. Algunas pensábamos que jamás nos tocaría a pesar de las buenas intenciones, sufrir los efectos adversos en la relación con nuestros hijos. Pero, chatas, es que no hay un manual de madre perfecta. A veces, cuesta mirar al mundo desde la perspectiva de los ojos de nuestros hijos porque nos negamos a ser conscientes de que hemos pasado de ser el centro del universo, a simplemente ser mamá. Quiero pensar que, aunque imperfectas, nos puedan considerar, fundamentalmente, buenas madres, luchadoras dentro de un mundo todavía patriarcal.

Tener un hijo es una carrera de obstáculos. Intentar educarlo, la tarea más complicada. Y si este hijo está rozando la adolescencia, todo se convierte en un desafío, cuesta acostumbrarse a ver la puerta de su habitación frecuentemente cerrada, es lo que hay. Toca claudicar y poner en práctica eso que tanto hemos predicado.

Porque os diré qué sucede cuando menos lo esperas. Tu bebé ahora es un proyecto de mozo que piensa que el Rock es una locura y los que hacen Rock unos locos, y tus amigos ya no le gustan. Sus gustos, sus valores ya no parecen ser los que tú le has inculcado y nadie te da una explicación. Los artículos editados a los que nos aferramos para intentar entenderlos parecen escritos por psicólogos sin hijos que se han olvidado de palabras como ‘disciplina’ y ‘obediencia’. Y nos negamos a aceptar que un hijo, por muy preadolescente que se crea, no nos necesite.

Me opongo rotundamente a que las sombras acaecidas en la relación madre-hijo nublen el camino y condenen tantos años de amor puro al fracaso. Es algo que gritaré aquí y donde haga falta; pediré consejo, ayuda y experiencias para salvar la dureza de la relación con el que he parido. Ese que ha empezado a caminar solo por el sendero de la adolescencia, pediré clemencia al más cruel si es menester, con la única intención de evitar el naufragio. Habrá que apostar todo al verde, a la esperanza. A la esperanza como componente determinante, la esperanza como elemento que nos permita subsistir superando obstáculos. La esperanza como factor exacto, indispensable para definir el vínculo generado.

Y no sólo me aferro a superar esta barrera porque la naturaleza nos haya elegido como parte reproductora, nuestra condición de madres va más allá de lo que se espera de nosotras. Nadie ni nada nos obliga a caminar pegada a nuestros hijos, a sentir como propio su dolor, sus fracasos o sus éxitos. Ese vínculo es inexplicable, una fuerza sobrenatural que traspasa todos los límites, que desgarra. Y ello conlleva un alto sentimiento de culpa cuando te sientes incapaz de actuar siguiendo la identidad impuesta; la de ser benefactoras de los afectos, proveedoras de los cuidados, las responsables de la intendencia emocional, las encargadas de que jamás les falte el cariño.

Las que en nombre del amor siempre hemos cargado el peso de vivir para los demás y las que en nombre del amor hemos dado pie a dependencias emocionales (buenas, malas, regulares) a través de un cordón mefistofélico que jamás hemos querido cortar. Y somos esas madres, las señaladas y condenadas por nuestros propios hijos, cuando no sabemos o no queremos condicionar nuestra vida a sus deseos, cuando nos negamos a seguir las expectativas de género o cuando nos negamos a renunciar a una vida paralela, autónoma.

Pocos todavía entienden que la maternidad ha de ser voluntaria, jamás una imposición. Somos dueñas de nuestro cuerpo y, por tanto, de nuestro destino. Pero haber querido tener hijos no nos convierte en seres sin identidad y no es obligado el sacrificio de la entrega vitalicio, sin dejar de hacerles sentir a nuestros hijos, estén en la etapa que estén, que siempre estaremos, porque yo siempre estaré y este es mi artículo en el que me expreso en primera persona del singular. Estar, es condición sine qua non de las que son, de las que somos capaces de querer a alguien por encima de nosotras mismas. Incondicionalmente a veces (paradoja), con lealtad y códigos que otros no entenderían, siempre. Con errores y vínculos que siempre estarán.

Canción que escucho mientras escribo: Caffe de la paix, Franco Battiato