Es joven y es poeta, y por la pandemia y los confinamientos llevamos tiempo sin vernos, así que más que hablar nos escribimos por whatsapp o similares. Me dice que la relación con su novia se ha terminado y está pasándolo mal: «Ya te contaré a qué extremos he llegado... Hoy no, pero otro día... Ya hablaremos».

Y le contesto que sí, que por desgracia puedo hacerme una idea: «Los veintinueve años que nos separan puedo asegurarte que han dado para mucho: muchas noches perdidas deambulando de un sitio turbio a otro, y más ciego —de todo— cada hora. Exámenes aprobados por los pelos o directamente suspendidos; horribles días locos escuchando las músicas más tristes que conozco —el segundo movimiento de la Heroica de Beethoven, el Requiem de Mozart, la Patética de Tchaikovsky por Bernstein o ese par de momentos tremendos de la Freni en la Butterfly hiriente de Sinopoli— para poder llorar a voz en grito, otorgándole todos los privilegios al dolor más infame de cuantos imaginarse puedan, infame e indecible la forma como busca —y consigue— acomodarse en cada recoveco».

Sí, sé de qué me habla. Me duele verle así y saber que —aunque quisiera— yo no puedo ayudarle. Nadie puede. Lo que otros le cuenten no le sirve de nada, el desamor es siempre el mismo y siempre diferente: los insomnios, la rabia y esas ganas de borrarse —a ratos de morirse incluso— son experiencias que hemos pasado todos, infecundos desiertos de perpetuas tormentas de arena terca y sucia que te anegan los ojos y te impiden llorar o respirar o dar sentido a la ausencia de todo —porque hicimos de esa persona un ídolo y el ídolo convirtió nuestra vida toda en culto sin final ni medida a su presencia, en maná sus palabras y en salvífica redención sus abrazos—. Sí, he bebido ya demasiadas veces de ese cáliz y le puedo jurar que lo que tiene por delante, no sólo no va a ser fácil o breve, sino que puede hundirle en el sordo y oscuro laberinto de su propia conciencia.

Sí, hablaremos —le insisto— no importa si mañana o la semana que viene. Y por favor le pido que no se deje hundir en la miseria —absurda, inútil— del desamor, que es una puta tela pegajosa de araña: cuanto más se revuelva más perdido y atrapado se sentirá en ella, y —aunque sé que de poco o nada va a servirle ahora— le aseguro que no vale la pena.

Que luche cuanto quiera, pero que sobre todo no deje de escribir, porque esos poemas serán su salvación, el hilo firme que le ayude a salir del laberinto cuando haya acabado con el monstruo.