El 10 de mayo, el ministro Marlaska es recibido en la plaza del ayuntamiento de Valladolid por una treintena de ultras con gritos de ‘maricón’ y ‘asesino’. A bote pronto, y sin necesidad de tener conocimiento jurídico alguno, se aprecia un delito de odio (por razones de orientación sexual) e injurias graves a autoridad. Nadie fue identificado.

El 30 de abril, Pablo Iglesias hace públicas las amenazas e insultos, cargados de zafiedad y machismo, que contra su persona y familia dirigen miembros de un chat integrado por 15.000 policías. A pesar de que algunos de ellos están identificados por sus nombres, no se emprende actuación alguna por este gravísimo hecho que atenta, de entrada, contra el código de conducta de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado.

El 18 de mayo, el vehículo en el que viajaba Pedro Sánchez en su desplazamiento a Ceuta motivado por la crisis migratoria que vivió esta ciudad, fue golpeado por unas decenas de personas. Nadie fue arrestado.

Son sólo tres ejemplos de la intensísima campaña de odio que sufre el Gobierno de coalición, que arranca desde el mismo momento en que Sánchez e Iglesias llegan a un acuerdo tras las elecciones de noviembre de 2019 y alcanza su cénit a lo largo de la pandemia. La derecha trumpiana bicéfala se convierte en vehículo de transmisión de los bulos injuriosos que prodigan la ultraderecha, muchos medios de comunicación y las redes sociales, estableciendo que ante un Gobierno ilegítimo y criminal todo vale, incluido el golpe de Estado, que se llega a demandar explícitamente.

Frente a este linchamiento inhumano, en el caso de Pablo Iglesias sin parangón histórico, la respuesta del Gobierno progresista se ha caracterizado, en mi opinión, por la pusilanimidad en lo político y la cicatería en lo socioeconómico. Creo que el Ejecutivo se ha dejado zarandear y no ha dado una respuesta a la altura de la gravedad de las circunstancias generadas por una ofensiva reaccionaria que ha llegado a desestabilizar el sistema democrático. Una parte sustancial de los aparatos judicial y policial se ha declarado en rebeldía frente al tándem Sánchez-Iglesias y ha coadyuvado a la criminalización del poder político surgido de las urnas.

En el Parlamento, Casado y Abascal ponían voz a esta conspiración y la legitimaban desde sus escaños. Un Gobierno firme hubiera emprendido acciones administrativas y judiciales contra las manifestaciones de deslealtad e insubordinación, por parte de funcionarios públicos, hacia quien encarna la representación de la voluntad popular; hubiera perseguido la proliferación de mentiras que desestabilizan las instituciones y minan la moral de la población; y nunca hubiera permitido acosos infames y claramente delictivos como los sufridos en su casa por el ya exdirigente de Unidas Podemos. Toda democracia ha de defenderse de sus enemigos.

Tibieza, pues, en el ámbito político, pero también en el de las cosas de comer. Efectivamente, cuando llega el virus y la crisis económica, el Gobierno despliega un importante escudo social. Los Ertes, los créditos ICO y las ayudas a autónomos impiden el colapso del país. Pero España se queda corta respecto de las medidas que adoptan en la eurozona y EE UU. Mientras el FMI, la OCDE y la propia Comisión Europea llaman a gastar y endeudarse como si no hubiera un mañana, a Nadia Calviño y al equipo económico de Moncloa les da un ataque de vértigo y rehúyen el camino emprendido por países de nuestro entorno.

Como muestra, un botón: a pesar de que la deuda española se ha situado en el 120% del PIB, las previsiones oficiales hablan de rebajarla 8 puntos para 2024. Italia, que ha alcanzado en este rubro el 156%, tan sólo aspira a reducirla en 4 puntos para esa fecha. Y Francia, que casi se ha equiparado en deuda con España, se plantea incluso incrementarla en 2 puntos en ese período de tiempo. El resultado es que aquí apenas ha habido ayudas directas a las empresas y la evolución del Ingreso Mínimo Vital deja mucho que desear.

En consecuencia, nuestra economía fue la que más cayó, de entre las europeas, en 2020. Y además, no se abordaron reformas en el mercado laboral (la derogación de la normativa de 2012) o en el de la vivienda (límites a los alquileres) que hubieran paliado las consecuencias de la crisis entre las clases trabajadoras, como los proyectados masivos despidos en la banca. Para colmo, las ayudas Covid del Gobierno central a las autonomías(16.000 millones), en principio destinadas a reforzar los sistemas sanitario y educativo y otorgar ayudas a los sectores más afectados, han sido utilizadas, y el caso murciano es paradigmático al respecto, para paliar deuda autonómica.

Nuestra derecha murciana ha usado el 80% de los casi 400 millones remitidos por Madrid para enjugar el déficit regional, en lugar de fortalecer la salud y la educación y apoyar a las empresas. Previendo este comportamiento, el Gobierno de Sánchez debiera haber distribuido esos fondos directamente desde la Delegación del Gobierno y las delegaciones territoriales de los ministerios, con carácter finalista.

La lección es clara: un Gobierno de izquierda que enfrenta una crisis de estas dimensiones, ante la desestabilización auspiciada por las fuerzas oscuras, sólo tiene como salida una política de resistencia proactiva, la cual supone poner fin al bloqueo de la agenda progresista pactada al inicio de legislatura e insertarla en el cambio de modelo productivo que potencialmente traen los fondos europeos. O eso o el trumpismo.