Por fin conocemos lo que opinaba realmente el expresidente Barack Obama de Donald Trump: «Es un cerdo racista, sexista y un lunático hijodeputa»; también lo calificaba de «loco corrupto». Ninguna de esas opiniones salió de la boca del expresidente en los actos públicos y entrevistas que protagonizó, ni se refleja en los libros que escribió . Ahora se ha sabido que las pronunció en los eventos de recaudación de fondos para el candidato de su partido, Joe Biden. Entre amigos y partidarios, el moderado y calmado Obama («Obama no drama», como se le tacha a menudo) desataba su lengua y no se cortaba un pelo. O eso relata un periodista de la revista norteamericana The Atlantic en un libro que se va a publicar dentro de algunos días.

Trump y la pandemia

Pero las peculiaridades del país en el que se sustenta el mayor imperio económico de la historia no se limitan a habernos tenido en un susto permanente con las ocurrencias del político más friki que ha conocido el mundo, y el más letal con mucho: más de 100.000 muertes del más de medio millón provocadas por el Covid 19 son directamente atribuibles a la perversa conducción de la crisis por parte de Trump. Más víctimas de ese país de las que han sucumbido en todos los conflictos en los que ha participado desde la Segunda Guerra Mundial. Lo más chocante es que ese gran pais tenga una esperanza de vida actualmente más propia de un país tercermundista, 77 años de media. Ese terrible fenómeno es debido en gran parte a las muertes prematuras causadas por diversas dolencias de una civilización brillante en lo económico como ninguna otra, pero altamente disfuncional en lo moral y en lo político. Mi profesor de inglés, el inefable neoyorkino de origen (murciano de adopción) Steven Marcus, me cuenta que sus amigos de allí básicamente eran supermillonarios a los treinta y tantos años. Pero tan cierto como que la gente de buena familia y de formación universitaria acumula riquezas con facilidad, lo es que las clases media baja y baja, mueren en gran número por sobredosis, armas de fuego y en accidentes de carretera. Incluso las muertes de carretera, casi 40.000 al año, no tienen comparación con las cifras de un país como el nuestro, con una octava parte de habitantes pero con una cifra cuarenta veces menor de fallecidos.

La epidemia de los opiáceos

Por otra parte, la llamada ‘epidemia de los opiáceos’ provoca que cada año mueran en Estados Unidos más de 80.000 personas debido a las sobredosis. En comparación con España, donde mueren un millar por la misma causa, esta cifra de muertes anuales supone esencialmente una locura.

Todo empezó con la compra de Purdue Pharma, la compañía que fabricaba un opiáceo contra el dolor llamado OxyContin por parte de una de las familias más ricas de Estados Unidos, los Sackler, que se hicieron mucho más ricos montando una estrategia comercial basada en innumerables visitadores médicos y abrumadoras campañas de publicidad que convencieron al público de que Oxycontin no provocaban adicción e incentivaron fuertemente a los médicos para que prescribieran el fármaco. Lo que ocurrió realmente es que la gente, después de atiborrarse a Oxycontin y hacerse así adicto a los opiáceos, buscaba la heroína para sentir la misma subida, que se había ido atemperando con el abuso. Y después de la heroína vino el fentanyl, cien veces más potente que la heroína, fabricada en laboratorios chinos y enviadas bajo pedido online en un mero sobre con un sello de correos a los usuarios norteamericanos. El fenómeno del fentanyl adquirió tal magnitud que China se comprometió, a petición de Estados Unidos, a cortar de raíz los envíos. Pero al final, los laboratorios chinos encontraron la forma de vender fentanyl a los adictos norteamericanos a través de los cárteles mexicanos, convertidos en auténticos supermercados de todo tipo de drogas.

Armas de fuego

A las muertes por sobredosis, que afecta de forma especial a esas poblaciones dejadas de la mano de Dios de los montes Apalaches, hay que sumar las muertes por armas de fuego en un país con 300 millones de estos artilugios en circulación, la mayor parte en posesión del 3% de norteamericanos que guardan un auténtico arsenal en sus casas. Pero las casi 40.000 muertes anuales relacionadas con armas de fuego en Estados Unidos (menos de 3.000 en España) no se producen por ese 3%, que básicamente son paranoicos antigobierno fascinados por los rifles de asalto y armas automáticas, sino entre la población negra que vive en guetos, trafican con droga y se matan entre ellos por el control de los territorios en los que se estructura la influencia de las bandas rivales. Tanta arma al alcance eventual de un adolescente deprimido o cabreado conduce a las matanzas en colegios, universidades y hasta en guarderías (casi 200 episodios de matanzas en lo que llevamos de año), y en manos de los delincuentes negros en los guetos provoca tal terror en los policías que convierten a muchos de ellos en asesinos potenciales o reales, con un goteo recurrente e imparable de muertes de inocentes que indignan con razón a la población de color.

El fenómeno de los guetos negros no es casual: los blancos de clase media construyeron sus idílicos suburbios residenciales a suficiente distancia de la gente de color para librarse de ellos. Y con ellos se fueron las empresas a los parques de negocio de las afueras. Los negros no tenían suficiente dinero para comprarse un coche y viajar donde estaban los trabajos, por lo que se quedaron en los centros de las ciudades o en los barrios periféricos que progresivamente fueron degenerando. Después vino la ‘guerra contra las drogas’ declarada por Reagan, que se convirtió en realidad en la caza y captura del fumeta negro. Todo un despropósito con terribles consecuencias.

Tampoco es ajeno al modelo de sociedad norteamericano el alto número de muertes en carretera. Desde la época de Clinton, que básicamente se pasó al bando republicano en cuestiones económicas, los demócratas se apuntaron al ‘Estado mínimo’ que preconiza el liberalismo extremo, apoyado especialmente por las superricos y grandes empresas que no quieren pagar impuestos. Las asociaciones de ingenieros civiles norteamericanas han venido denunciando año tras año el lamentable estado de conservación de las carreteras, puentes, presas, puertos y aeropuertos de aquel país, aquejado de una grave falta de inversiones durante décadas, algo que se puede comprobar inmediatamente al viajar por Estados Unidos. Hay grandes autopistas en cuya construcción fueron pioneros, pero muchas e ellas están envejecidas hasta devenir francamente peligrosas. Parece que Biden quiere cambiar radicalmente las cosas y acercarse a lo que muchos demócratas norteamericanos consideran el paraíso europeo. No sé si el modelo es el europeo o el británico, que sería menos lesivo para el activismo emprendedor norteamericano, pero algo deberían hacer si no quieren pasar a la historia como una civilización fallida.