A la escritora Isak Dinesen le gustaba mucho tener un lema. Se lo tomaba muy en serio. Una frase que definiera el estado de su corazón según el momento vital que estuviera atravesando en cada época. Mantuvo esa obsesión durante toda su vida y lo fue cambiando según el punto en el que se encontrara. El lema funciona como una llave que nos abre algunas puertas y mantiene cerradas otras cuando todavía no comprendemos bien hacia dónde vamos o por dónde nos lleva la vida hasta que empezamos a descubrir parte del dibujo que nos tiene reservado el destino. Se produce entonces el reconocimiento de un gran misterio acerca de nosotros mismos; pero como este nunca es completo, debemos elegir otro lema para seguir avanzando.

Dinesen dedicó a este tema uno de sus discursos más importantes cuando ya estaba en disposición de pasar revista a su vida y contemplarla casi completa. Su primer lema lo adoptó en la infancia. Asombrada ante las ricas posibilidades que se le ofrecían eligió el que le iba a guiar en la búsqueda de una dirección: «Creceré como el águila». La joven estudiante rebelde que le siguió adoptó la famosa sentencia de Pompeyo: «Navegar es necesario, vivir no». Después, en su época de plenitud, cuando creyó haber encontrado su lugar en el mundo, el lema que le abrió las puertas del amor fue «Je responderay», que recordarán quienes hayan amado y llorado con Memorias de África. Y cuando el amor dio paso a la desolación, desorientada en mitad de la vida, creyendo cerradas todas las puertas, escuchó el grito del corazón: «Pourquoi pas?» para ponerse en manos de la más loca esperanza. Había deseado, había actuado y asumido riesgos. Ahora, al final de su vida, le tocaba amar las consecuencias. El dibujo era ya visible y se sentía plenamente consciente del futuro y del pasado. Su último lema lo tomó de las inscripciones que había sobre las tres puertas de una ciudad inglesa. «Sé audaz», se leía sobre la primera; «Sé audaz», repetía la segunda; «No seas demasiado audaz», decía la tercera.

Hace poco mi hija Raquel me dijo que su lema era «Vive y deja vivir» y me preguntó si yo tenía uno. Hacía tiempo que no lo pensaba y me dio vergüenza reconocer que no tenía ninguno. Iba a decirle que «Je responderay», pero no estaba seguro de merecerlo. Cuando tenía su edad compartía uno con un amigo: «Ante todo, no perder la dignidad». Creo que lo entendíamos como no poseer lo que no nos mereciéramos ni desear algo que rebajara nuestro ideal.

Ha llegado el momento de escoger otro lema que nos aclare en qué nos hemos convertido.