Se han cumplido diez años del 15M y no hay mayor homenaje a aquellos días que una hipoteca pagada, un paso por la peluquería y una subida de impuestos tan brutal que hasta pagaremos por kilómetro recorrido, como si fuese un lujo coger el Seat para ver a la familia. Todo este programa de festejos lo ha organizado aquel grupo de personas que cogieron el altavoz y tomaron las plazas de España, Sol y luna, prometiendo la revolución, cortar la cabeza a los políticos por ser casta y hablando de pobreza de una manera tan idealizada que más parecían franciscanos que charlatanes. Pero lo eran. Y lo son.

No todos, por supuesto. Me refiero a los que capitalizaron el caudal afectivo de aquellos días, la rabia convertida en desesperación tras la estafa piramidal que supuso la crisis económica de finales de década. Y lo supieron hacer muy bien. Se constituyeron asambleas como método novedoso para encauzar las demandas sociales, como si el parlamentarismo que ha dado a España cuarenta años de estabilidad política ya no fuera válido. Lo respetable eran las manos alzadas, los círculos en el suelo, rodilla con rodilla, mientras se hablaba de libertad absoluta, de abolir las clases sociales y del dinero como elemento desestabilizador del sistema. Una semana después, en las elecciones municipales, el PP aventajó en más de dos millones de votos al PSOE, que estaba en el Gobierno, y muchos de los que abogaban por las manos alzadas en las plazas menospreciaron el resultado que arrojaban las urnas.

Porque el 15M nació con melancolía, y ese fue uno de sus pecados capitales. Quería recordar unos tiempos pasados, heroicos para muchos porque no los habían vivido. Fueron los años sesenta, el impulso nacido precisamente para contradecir a la mayor época de estabilidad económica y democrática que ha tenido jamás Europa (que no España). El 15M se quiso mirar en el espejo de Francia y sus adoquines. Aquel 68 que añoraban no es otro que el de los desfiles y proclamas a favor del comunismo, mientras en Praga los tanques aplastaban carne más dura que la de las flores, para dejarnos de metáforas. El de los manifiestos de intelectuales que imitaban el Libro rojo de Mao, tan poco leído y tan paseado por la Universidad, mientras se escondía que en China millones de campesinos morían de hambre. Escuchamos hablar con absoluta devoción del mayo francés pero muy pocos supieron lo que había ocurrido en aquella primavera francesa ni lo que provocó, más allá de la estética de Bertolucci y del juego revolucionario en mocasines con promesas de poligamia.

Muchos entienden la inocencia con la que nació el proyecto de cambio, y los comprendo. El 15M no surgió de la nada, sino tras una utilización falsaria de los mecanismos democráticos (tan parecidos a los de ahora). En 2011, la tasa de paro se elevaba al 21%, las hipotecas devoraban a buena parte de las familias, en una mezcla entre inconsciencia colectiva y promesas de bancos y políticos de que la vida de sus sueños estaba a su alcance: coche, casa, piscina y viajes dorados por el Mediterráneo. Y la burbuja se pinchó. La del ladrillo y la de la vida. El Gobierno prometía trabajo, paracetamol para la fiebre social, pero no tenía en la cartera más que vanas ilusiones. Los acampados que se indignaron y dijeron ‘se acabó’ protestaron contra un modelo establecido en España desde la Transición, pero que Zapatero, tras siete años en el poder, llevó hasta la enfermedad mortal.

Porque a veces cuesta recordar que cuando todo esto surgió el vicepresidente era Rubalcaba (Zapatero ni estaba ni sabía estar), y Rajoy esperaba anhelante recoger la fruta madura del árbol.

Pero el árbol estaba tan seco que no daba ni frutas mustias. En ese contexto nació el 15-M. ¿Y qué necesitaba para que cristalizase políticamente toda esa rabia? Por supuesto, un Gobierno de derechas. Sin la izquierda en la oposición no habría habido respuesta política. Ni Pablo Iglesias se hubiera paseado por los platós de televisión presumiendo de ser el portavoz del movimiento ni ninguno de sus secuaces hubiera asaltado el cielo. Muchos de ellos pasaron de sacar pancartas afirmando que les había robado su futuro a sueldos que la mayoría de españoles no podrán juntar ni en muchos años cotizados. Esa fue la fuerza que impulsó a Podemos hacia la relevancia, la instrumentalización de la desesperación, el invocar una causa que tomaron prestada y a la que le cambiaron los ropajes, hasta amoldarla a sus necesidades.

En los años posteriores al 15M, los que entraron en política bajo el paraguas de aquellos días prometieron convertir España, si ellos llegaban al poder, en una tierra de abundancia donde no existiría nunca más la pobreza. La realidad de hoy dista mucho de las promesas. Podemos se hizo con algunos ministerios y una vicepresidencia, así como varias alcaldías, y la situación en España pende de un hilo. Las únicas vidas que parecen haber mejorado han sido las suyas. Ellos, que hablaban de pueblo, de la patria de la gente y que ahora han cambiado de barrio, que utilizan el sistema que antes criticaban para establecer una casta de amigos, de puestos elegidos a dedo mientras trafican con las ilusiones de la gente, con la esperanza de los que los han votado con una fe basada en la desesperación y en la mentira. La que les han vendido.

Pero la irrupción de Podemos también causó la radicalización del PSOE, su huida al monte ideológico, los pactos con Bildu y nacionalistas. Y en la derecha también provocó una desestabilización notable. El PP alimentó a la criatura, que nacía a golpe de programa de televisión, creyendo que la destrucción del PSOE originaría su preeminencia en la política española para las siguientes décadas, sin prever que, siete años después, Rajoy sería desbancado en una moción de censura (Rajoy en el bar y España en vilo) y que ahora lucharía por sobrevivir como partido hegemónico en la derecha. Como coda, la aparición de partidos radicalizados como Vox no ayudó a la estabilidad que necesita un país, con discursos cada vez más virulentos desde todos los lados.

Diez años después, no podemos decir que España esté mejor. No solamente a nivel económico, sino también en aspectos sociales y de convivencia. Las promesas de un país más justo y democrático han quedado sepultadas por una realidad sostenida por oportunistas, amparadas por el silencio de los sindicatos y la connivencia de la izquierda, cuyas medidas para afrontar la crisis, me temo, se parecen demasiado a las que ensayaron en los tiempos de Zapatero. Esperemos que los indignados no esperen a que la derecha alcance el poder para acampar en las plazas de España.

Qué poética es la historia, los que prometieron acabar con la desigualdad hoy arrastran los viejos vicios que criticaban. La vida es mucho más Rossellini que Bertolucci. Más realismo que estudiantes vestidos de obrero cantando. Quién lo iba a decir.