Me toca profundamente las narices que cantéis esa canción!». Visiblemente enfadado, con gran vehemencia y cierto grado de nerviosismo, fruto de la irritación que sentía en ese momento. Le habían tarareado esa melodía cientos de veces para burlarse de él, pero ese día nos dejó helados a todos y dijo basta. Se levantó con gran ímpetu, empujó la silla hacia atrás con más energía de la que se requería y alzó la voz con ese gesto inconfundible que se traducía en que hasta ahí había llegado la bromita. No obstante, su contundencia y asertividad contrastaban con la corrección de la frase escogida para manifestarla, ausente de mal gusto y del lenguaje soez y malsonante que cada vez se impone más en nuestras ciudades, nuestras calles y nuestras casas y del que hace tiempo que se ha contagiado incluso la clase política. O quizá haya sido al revés. Ya saben, lo del huevo o la gallina.

El caso es que a la par que nos excedemos en ser puntillosos hasta la ridiculez en el manejo del lenguaje para no herir sensibilidades de piel cada vez más fina, aumenta de forma paralela la utilización de expresiones groseras y chabacanas que nos inoculan desde la caja tonta hasta lo más hondo de nuestro cerebro. Y que nos dejan boquiabiertos cuando se las escuchamos pronunciar a una inocente criatura que apenas levanta medio metro del suelo.

Muchos pensarán que no tiene importancia manifestarse con esa ordinariez y hasta puede despertarnos una inofensiva risilla oir como un enano de cara angelical vomita sucias palabras. Quizá deberíamos plantearnos si eso, los tacos e insultos que dicen con ingenuidad y candidez nuestros alumnos de primaria o hasta de infantil (de secundaria y bachiller mejor no hablamos) son algo más profundo que un simple desprecio hacia las buenas formas y la educación, que sí reflejan el uso de un lenguaje correcto y adecuado, sin altisonancias y sin faltas de respeto. Puede que los desaires, menosprecios y humillaciones que protagonizan nuestros infantes de palabra sean el germen del desacato y la insumisión que muestran cuando empiezan a dar el estirón, con una rebeldía infinitamente superior a la propia de la edad y que deriva en silenciar cualquier mínimo atisbo de autoridad que pretendan imponerles, venga de donde venga.

Generalizar siempre conduce al error, porque siendo multitudinarias las irresponsables, irreflexivas e inconscientes concentraciones de jóvenes y no tan jóvenes que se han producido con el fin del estado de alarma, siguen siendo mayoría abrumadora los que no estaban entre esa masa de imprudencia e insensatez y estos últimos son la esperanza de que, pese al avance exponencial de la estulticia y la estupidez, no todo está perdido, al menos, por el momento.

Quienes, por suerte o por desgracia, disponemos de un altavoz mediático, ya sea sonoro o por escrito, ostentamos una gran responsabilidad en contribuir al respeto del lenguaje, que conlleva un decoro por las formas y, por ende, el respeto hacia los demás. O así debería ser por lo menos. Y sin afán de dar lecciones a nadie, jamás me ha gustado comprobar que algunos referentes literarios y mediáticos abusan de la grosería al expresarse. Las narices que citó mi amigo para zanjar las burlas de una vez por todas son un magnífico recurso que hace del todo innecesario referirse a otras partes de nuestra anatomía para manifestar con vehemencia y contundencia nuestro hartazgo ante cualquier circunstancia que nos moleste, nos increpe o nos irrite. Cometen un grave error quienes consideran que el uso de nuestra fisonomía más íntima en su forma de expresarse, a cuyas filas se suman cada vez más políticos, resulta más atractiva y genera un mayor acercamiento a nuestros conciudadanos. Hablar claro es otra cosa y hacerse entender por los demás y poner los puntos sobre las íes no está reñido en absoluto con hablar bien y de forma respetuosa, incluso en un lenguaje coloquial.

Así que vamos a dejar de preocuparnos por esa ridícula moda de medir lo que decimos para no excluir ni molestar a nadie y tratemos de centrar nuestros esfuerzos en dejar como herencia a nuestros hijos y nuestros nietos un lenguaje de auténtica empatía y respeto hacia los demás, lo que es mucho más complejo y, sobre todo, menos absurdo que apuntar con la lupa de la ignorancia hacia la vocal en la que termina un sustantivo. Porque para que todos nos sintamos incluidos, hemos de empezar por respetarnos unos a otros.

Vamos a hablar bien, por favor, que no cuesta dinero. ¿O sí?