Conocí Las armas y las letras en la Universidad y me enfadó enormemente su lectura. En la juventud, uno peca de idealizar a los autores que va leyendo, y mucho más si han participado en una etapa tan convulsa de nuestra historia como la Guerra Civil. La identificación del lector con los autores a veces suele situarse en términos de adoración. Yo sentía una rabia inconmensurable cuando leía Romancero gitano de Lorca y me imaginaba sus últimos días en Granada. Lo mismo me sucedía con Alberti y su La arboleda perdida, en cuyos capítulos sobre la guerra yo me sumergía buscando siempre otro final posible a la pura historia. Así, las lecturas fueron conformando cada vez más una especie de panteón literario lleno de ídolos a los que seguir con fanatismo en lugar de con una mirada crítica que a todo estudiante se le presupone. 

Por eso me molestó tanto Andrés Trapiello y su libro. Pero decidí leerlo a pesar de las advertencias que me hacían muchos profesores de la facultad sobre lo dudoso de sus fuentes y la mala interpretación que hacía de la historia. Ahí se encerraba la clave de todo, en la historia, en el pensamiento fosilizado y extendido hacia atrás, como una alfombra desenrollada que va ocupando todo el espacio de la habitación. Leí el libro con escepticismo y no encontré ninguno de los fantasmas que habían invocado profesores y compañeros en las clases y en la cafetería. Al contrario, por el camino de sus páginas hallé un trabajo de investigación sincero, un ejercicio intelectual noble y difícil, como es siempre esclarecer la verdad, por muy alejada de nuestros intereses que esta se encuentre. 

Las armas y las letras es un libro molesto. Y tras veinticinco años de su publicación lo sigue siendo. Sobre todo, porque no busca la complacencia y se aparta del discurso institucionalizado, el que dicta que en la Guerra Civil hubo buenos y malos. Y los hubo, por supuesto, como demuestra Trapiello, pero en los dos bandos. Un ejemplo palmario lo encontramos en el capítulo dedicado a Alberti. Supone un desenmascaramiento total de un hombre que vivió durante el conflicto bélico los mejores años de su vida, entre el Palacio de los Heredia Spínola y sesiones fotográficas, organizando fiestas mientras España padecía lo peor de la guerra. Por supuesto que este hecho no resta ni un ápice la calidad literaria de Alberti, pero llamar a las cosas por su nombre tampoco, y en nuestro país se ha instalado desde hace bastante tiempo una especie de santificación de todos aquellos autores que comparten causa. La prueba la tenemos en que hoy en día, según en qué círculos, uno no puede hablar mal de Alberti por haber sido un patán durante la Guerra Civil. Y lo fue. 

Resulta escandaloso que uno de los hombres que más ha hecho por recuperar la memoria de Chaves Nogales sea tildado de revisionista. Y he aquí el pecado original que algunos le imputan a Trapiello: el haberse acercado a la historia con el color de la camisa más pulcro posible, sin la intención de protegerse bajo ningún escudo más que el de la verdad de sus investigaciones. Trapiello escribió Las armas y las letras a pecho descubierto y demostró, como bien apuntó Antonio Casado en Más de uno, que para entender la guerra no solo hay que leer a Araquistáin, Barea o Zubazagoita, sino también a Agustín de Foxá y a Sánchez Mazas. 

Si al menos esto se hubiera quedado en una riña de intelectuales, de admiradores albertianos contra los hechos del propio Alberti, la sangre no hubiera llegado al río. Pero con las declaraciones de la socialista Mar Espinar, mostrando el desagrado de su grupo con la concesión de la Medalla de Oro de la ciudad de Madrid a Trapiello porque consideran «que no se puede premiar el revisionismo de la historia que él representa» el río se ha desbordado. No lo arregló Pepu Hernández, entrevistado por Carlos Alsina, que no supo ni siquiera explicar en qué opiniones no estaban de acuerdo con el autor, porque, por supuesto, ni han leído ni les interesa el trabajo que Trapiello lleva treinta años realizando de forma honesta. 

Conviene recordar que Trapiello fue elegido por la Comisión de la Memoria Histórica del Ayuntamiento de Madrid en la época de Manuela Carmena, un organismo que en la gran mayoría de las veces llegó a acuerdos por unanimidad. Pero el escritor destapó, sobre todo, que la misma izquierda que aprueba una ley para regular la memoria colectiva, carece del conocimiento de la historia. El dogmatismo que está sufriendo esta izquierda se mezcla en ocasiones con la ignorancia, dándose el caso de querer suprimir nombres de calles que nada tuvieron que ver con la Guerra Civil o el Franquismo. 

Trapiello representa una voz discordante en el relato oficial. Un trabajo perseguido e ignorado por aquellos que confunden revisión con honestidad, que temen mirar al pasado con linternas y lupas por si desnudan su presente. Es necesaria su obra para demostrar, como lo hace Payne o García de Cortázar, que execrable fue Queipo de Llano pero también Largo Caballero, Millán-Astray e Indalecio Prieto, y que con la ley en la mano, la misma hecha por la izquierda, ninguno de los cuatro tiene cabida en el callejero.

La conquista del autor reside también en resistir esta nueva censura que pretenden implantar tanto políticos como intelectuales, los de los 26 años de infierno en Madrid, como bien señaló Xavier Pericay. 

Frente al relato heroico de los días de la guerra, leer a Trapiello enseña sobre todo un punto nuclear en el ejercicio intelectual: que los escritores no pertenecen a nadie. No son banderas que arrojar ni soportan ninguna causa, y mucho menos las actuales. Que la historia no es nuestra y que pretender domesticarla solamente crea falsos mitos, ignorantes contemporáneos. Por todo ello hoy me siento más cerca de Andrés Trapiello que de algunos profesores que tuve en la facultad.