Ninguna de las personas que salieron la noche del sábado a las plazas a festejar el fin del estado de alarma había nacido cuando Neil Postman publicó su libro Divertirse hasta morir, donde auguraba un cambio drástico en todos los aspectos de la vida por la influencia de la televisión. Las imágenes que tanto nos han indignado no pueden resumir mejor lo que él imaginó y son la respuesta del futuro a la melancólica pregunta que lanzaba: «De qué nos reímos y por qué hemos dejado de pensar». Postman dibuja una sociedad que se encaminaba hacia la estupidez colectiva, no mediante la tiranía, sino con plena libertad, pero una libertad inútil por desconocimiento de lo que ella significa. Parece como si el Destino eligiera para cada época el desafío más adecuado a su mentalidad, al espíritu de los tiempos. Con su invisibilidad para todo aquel que no lo sufriera personalmente, el virus exigía confianza en la palabra de quienes lo han visto, sacrificio individual de quienes se sienten inmunes, sentido de pertenencia a una comunidad, liderazgo con altura de miras e información veraz. Es decir, todo aquello que solo puede crecer en libertad. Y si hemos fracasado ha sido porque tal libertad no existe.

La libertad de hacer lo que a uno le da la gana, tan promocionada a derecha e izquierda, es lo único que tenemos. Un ‘atrapa el presente’ mal entendido. Un culto al entretenimiento que nos impide pensar. El virus atacó el flanco más débil de un mundo en el que la gente ha sido adormecida por la mentalidad del consumo y la búsqueda del placer. La tecnología trivializa todo lo que toca, pero nos permite descansar del peso de la humanidad. Nos volvemos adictos a la despreocupación, hambrientos de impacto. La única ideología es el espectáculo. Vamos a las plazas a hacernos selfies porque creemos que las cosas duran solo un segundo y nada tiene consecuencias y nada es real. No sabemos recordar, solo vivir, o esta cosa estúpida que llamamos vivir y que solo es huir de una realidad odiosa y que odiamos porque la merecemos.

Ya sé que todo esto suena antiguo y retrógrado, pero creo, como el conde Augustus von Schimmelmann, que la libertad es un regalo que cada ser humano debe cuidar: «Si esa semilla crece y se agiganta como un árbol y él puede comer de ese fruto sin sobrepasarse, si utiliza su libertad como un don de Dios y no como una prerrogativa merecida, entonces su alma se salvará. Será un hombre enteramente perfecto. Pero si ese fruto se le indigesta, si su libertad le vence, si se sobrepasa y la fruta prohibida le amarga en la boca, entonces, fatalmente, sin remisión, será hombre perdido».