Algunos de ustedes serán demasiado jóvenes para recordarlo, pero no hace tanto la cúpula directiva de Podemos estaba compuesta por un tal Pablo Iglesias, otro que se llamaba Juan Carlos Monedero, un niño que respondía al nombre de Íñigo Errejón y una profesora universitaria recién parida y sin niñera llamada Carolina Bescansa.

Cuando en 2015 el laboratorio de Ciencias Políticas de la Complutense desembarcó en el Congreso de los Diputados parecía que el mundo se iba a acabar. Luego quedó demostrado que lo único que acabó fue su vergüenza y la marca de Izquierda Unida, pero ese es otro tema.

Durante muchos años las derechas, en sus múltiples y reencarnadas almas, bramaban contra el peligro de permitir que los comunistas llegaran al Gobierno. Cuánto tiempo aguantó Rajoy más del que entonces merecía sólo por el miedo infundido y deliberado hacia los españoles que tenemos unos cuantos problemas con la expropiación de nuestra riqueza. Pablo Iglesias fue durante muchos años la bestia negra mediática, el ‘que viene el coco’ de los medios de comunicación tradicionales, el ojito derecho de los poderes fácticos emergentes y la reencarnación de un nuevo ciclo político que parecía venir a cambiar España para siempre.

Como todo comunista que se precie, Pablo Iglesias agitaba a la sociedad para mejorar la vida de la gente, sin explicar el pequeño detalle de que con gente se refería a sí mismo y a su pareja, dotada de ministerio por su inconmensurable labor al frente de una caja registradora de Saturn.

Pablo Iglesias pisó moqueta y cambió el gotelé de Vallecas por la tinaja de Galapagar. Mantener los vaqueros de Alcampo a cambio de tener escolta y coche oficial parece un precio lo suficientemente asequible como para que el pueblo se convierta en casta.

En todos estos años, nuestro ya ex-todo ha purgado a todo hijo de vecino que pareciera hacerle mediana sombra a su alrededor. En combate murieron Errejón, reencarnado en la versión 2.0 de la izquierda caviar que prefiere hacer magdalenas con Carmena a gobernar; Bescansa, que osó a decir que para gobernar España hace falta creer en ella; Monedero, que éste sí se pasaba un poco con el piolet; Ramón Espinar, que más allá de la VPO algún día dijo algo con sentido y tuvo que ser apartado por no encumbrar al líder, que en realidad era su única función.

Pablo Iglesias, al más puro estilo Stalin, murió solo y sin fiarse de nadie mientras seguía creyendo que era emperador de un pueblo que hacía meses, o quizás incluso años, había proclamado ya a otro Rey.

Cuando empezaron las elecciones madrileñas, Pablo Iglesias abandonó la vicepresidencia del Gobierno de España para terminar de matar a Errejón con una candidatura de unidad que en su enferma mente napoleónica nadie iba a poder rechazar. Un mes y medio de campaña después, y unos cuantos milloncejos de euros perdidos por el camino, el que iba a asaltar los cielos cayó sin que hubiera más que un par de epitafios recordándole en un par de periódicos locales en los que pocos terminarían de leer un artículo como éste.

El Pablo Iglesias de nuestra generación ha muerto políticamente de la peor forma que podía imaginar: en la total y absoluta irrelevancia.

Fue bonito detestarle mientras duró. Ahora, que pase la siguiente.