La semana pasada sucedió en Francia un hecho que puso cordura en un terreno donde en España ya la hemos perdido del todo. Me refiero al lenguaje inclusivo, ese caballo de Troya que se ha metido en nuestras vidas y que ya es capaz de señalar, por un sustantivo no declinado en masculino y femenino, a un indomable machista. Jean-Michel Blanquer, ministro de Educación en Francia, anunció la prohibición del lenguaje inclusivo en las escuelas públicas de todo el país, con la rotunda afirmación de que este «constituye un obstáculo para la lectura y la comprensión de la escritura».

No solo fue valiente el ministro francés, sino también inteligente. Poco tiene que ver el uso antinatural del lenguaje con la lucha justa por la igualdad entre el hombre y la mujer. La escuela pública es un lugar donde los comportamientos machistas afloran, pero precisamente pervertir el lenguaje no parece ser la solución para acabar con tal discriminación. Más bien al contrario, ridiculiza una causa justa y banaliza el verdadero problema que subyace en nuestras aulas. El alumno recibe diariamente multitud de mensajes que creen estar combatiendo la lacra social que representa el machismo, pero la mayoría de esos esfuerzos mueren en la orilla. El lenguaje es pensamiento, por supuesto, pero convertir en enemigas a las palabras solamente conduce hacia su mal uso, al empobrecimiento léxico y a darle más importancia a aspectos secundarios (incluir alumna tras alumno) que al verdadero mensaje que se quiera transmitir.

En el origen está la confusión entre género gramatical y sexo. Esto se ha explicado cientos de veces, gente mucho más preparada que yo y en páginas mejor encuadernadas que las de este periódico, pero conviene insistir en ello. Las palabras tienen género gramatical, que no es asimilable al sexo, propio de los seres vivos. Con el género, el lenguaje se construye como una máquina perfecta. Van encajando los sustantivos y los adjetivos a través de la concordancia, al igual que el número. En español, existen dos géneros, el masculino y el femenino. Del género neutro apenas queda un vestigio del latín en los pronombres y demostrativos (lo, esto, eso, aquello...). El género masculino tiene dos significados: por un lado el referido a varones o machos, y por otro lado el que engloba a lo genérico, incluido lo femenino.

Asumir que el género gramatical masculino equivale al sexo masculino es un error que deja en evidencia una ignorancia transcendental y también un uso partidista de los mecanismos del lenguaje. Bastan algunos ejemplos para visualizarlo. La palabra ‘araña’ es de género gramatical femenino pero puede referirse al macho de la especie y no a la hembra, puesto que es epiceno. ¿Convierte esto a todas las arañas en hembras? También sucede con el término ‘periodista’, que abarca tanto el masculino como femenino al ser de género común. ¿Acaso no están llenas las redacciones de España de periodistas hombres, sin necesidad de llamarlos ‘periodistos’?

Sucedió también con la moda de los semáforos. Muchas de las ciudades españolas se llenaron hace años de monigotes verdes y rojos a los que se les añadía una falda en mitad del rectángulo que quería representar un cuerpo (son monigotes, recuerden). Algunas voces celebraron el cambio como un paso más hacia la igualdad total de la sociedad, pero reconocer el sexo femenino gracias a la conjunción de una falda no sé si es fruto de un razonamiento pausado o más bien de un atajo simbólico que nos lleva precisamente a la postura contraria: las mujeres, si no llevan falda, no son mujeres.

Ocurre también que el lenguaje inclusivo se utiliza a voluntad, precisamente por aquellos que más defienden su empleo. Durante la pandemia, casi a diario hemos escuchado con atención el número de víctimas a causa del virus, y en toda las comparecencias, ya fuesen del presidente del Gobierno, de ministros o de expertos se hablaba de ‘fallecidos’ y no de ‘fallecidas’, de ‘muertos’ y no de ‘muertas’. El acto de no duplicar el género cuando se refiere a un hecho negativo saca a la luz que la verdadera intención del lenguaje inclusivo no es alcanzar la igualdad, sino interpretar que la lengua es un templo sagrado (que no lo es) al que hay que derribar, con un fiebre iconoclasta. Pero el lenguaje es economía en última instancia y lo que se puede decir bien dicho con una palabra no necesita tres.

Estos días ha llegado al conocimiento público la realidad de muchos textos que se utilizan como manuales en las escuelas públicas. Uno de ellos hablaba de ‘visigodos y visigodas’, siguiendo los dictados del Ministerio de Igualdad, llevando el absurdo hasta los últimos límites de lo predecible. Los libros de texto son cada vez menos de texto, con imágenes más grandes, contenidos más reducidos, como para ahora tener que abrir la ventana del desdoblamiento genérico. Y todo por un error de interpretación gramatical. Por una guerra estéril y sin sentido que llena de anécdotas el patio del instituto pero que ha sido comprado por profesionales de la educación, que no dudan en llenar sus apuntes, sus clases, de este mal llamado lenguaje inclusivo pero aceptan que los niños escriban el verbo ‘haber’ sin ‘h’ y con ‘v’ porque las faltas de ortografía corresponden exclusivamente al profesor de lengua.

Por aquí transcurre el río. También se hicieron eco los medios de comunicación de una rúbrica que publicó una Universidad española en donde restaban puntuación por el no uso del lenguaje inclusivo. Es decir, escribir correctamente no solamente se desaconseja, sino que se sanciona. Se penaliza la escritura normativa que ha hecho de nuestra lengua una de las más habladas del mundo porque un comité de género ha decidido que la vocal ‘a’ debe aparecer al menos tantas veces como la ‘o’. Hemos llegado al punto culminante de la paradoja educativa en el que escribir con criterios de corrección no es válido. Para qué entrar en el contenido de lo expresado.

Los avances en el feminismo no pueden convertirse en esta comparsa de ensayos lingüísticos, de imprecisiones innecesarias en donde el alumno está sometido a la presión de pervertir el lenguaje, que es intuitivo, que es económico.

Los que defendemos una sociedad igualitaria, donde el hombre y la mujer tengan las mismas oportunidades y sean tratados en igualdad de condiciones debemos unirnos en el rechazo frontal de convertir el lenguaje en un arma, de maltratarlo de tal manera que la gramática pierda su función esencial de estructurar el lenguaje, primer paso para llegar a tener un pensamiento propio e independiente. El caso francés es esperanzador, pero no sé si exportable a nuestro país, tal y como están las cosas.

En un momento en el que el nivel educativo sigue descendiendo a cuotas inaguantables, muchos sectores inciden en el lenguaje inclusivo, olvidando que uno de los motivos del alto índice de fracaso escolar viene determinado por la falta de conocimiento de la lengua. Y quien domina el lenguaje puede controlar el mundo, como en La séptima función del lenguaje de Laurent Binet. Es literatura, claro, pero también es vida.

Sobre los visigodos, visigodas y visigodes hablaremos otro día.