Acto II, escena I: Año 805 de nuestra era. El nieto de Carlos Martel, que venciera al Islam en Poitiers, camina por su palacio de Aquisgrán hasta la capilla palatina, que ha sido consagrada bajo la advocación de la Virgen María por León III, el papa que le coronó en Roma cinco años antes. Hace poco que ha amanecido y la mañana se abre con presteza en un día soleado. La luz entra por los vitrales y se expande bajo la cúpula, abriéndose camino sobre la tenue y cálida de las velas y hachones que iluminan el suelo todavía nocturno. La doble altura sobre la planta octogonal llena de luz el aire superior, donde los bronces labrados y los mosaicos de brillantes teselas reflejan un fulgor sedoso y celestial. La penumbra de la arquería de la planta baja y la luminosidad del deambulatorio de la planta alta, crean una atmósfera propicia para el recogimiento y la oración, cuando el orante alza su plegaria al cielo, ve un pantocrátor mostrando las tablas de sus mandamientos. El maestro Eudes de Metz hizo un trabajo excelente con sus obreros italianos y bizantinos. La capilla no envidia el modelo de San Vital de Rávena.

Carolus Magnus ejerce su poder sobre los reinos francos con mano firme.

El poder de la cruz impera con el brazo de la espada y la corona será símbolo de la nueva dinastía de los reyes de romanos. En el corazón de este reino levantado sobre la dispersión y la rivalidad, el emperador sueña con el renacimiento del antiguo imperio de Roma bajo la señal de Cristo. Carlomagno es hombre culto e inteligente, ha fundado un imperio partiendo de los territorios dominados por los francos y conquistando otros anexos. Para salvar la dificultad de las comunicaciones y el coste de un ejército permanente, ha creado una organización descentralizada basada en unidades territoriales controladas por los condes, señores de la guerra que guardan una fidelidad personal indeclinable. Las fronteras frente a enemigos poderosos son sus marcas, defendidas por sus mejores lugartenientes, marqueses y duques.

El renacimiento carolingio rememora la gloria de Roma, pero fundará las bases del régimen feudal.

Sus nietos dividirán lo que costó unir. Uno de los reinos será Francia, el otro, los principados alemanes; la Lotaringia quedará entre ambos, pero los poderosos vecinos la fagocitarán o la dispersarán en pequeños territorios irrelevantes. Los grandes conflictos de Occidente deben mucho a ese reparto asimétrico. La Marca Hispánica, por su parte, se disgregará en el reino de Navarra y el de Aragón y los condados catalanes. El Sacro Imperio Romano Germánico nacerá después sobre el sueño de Carlomagno.

Escena II: Febrero de 1558, Monasterio de Yuste.

Carlos V recibe la noticia de que los príncipes electores han aceptado su abdicación. Antes que emperador, fue coronado Rex Romanorum en la capilla palatina de Aquisgrán, mientras en Castilla se sublevaban los Comuneros, en Valencia las Germanías y Navarra quedaba en manos de los legitimistas. Las rebeliones fueron pronto sofocadas y recuperada Navarra, pero su reinado estuvo marcado por la espada en una continua guerra bajo la sombra de la cruz. Para conservar sus posesiones y preservar la unidad de los reinos cristianos, su sueño de emperador de la cristiandad será la pesadilla de la espada. Con Solimán el Magnífico a las puertas de Viena, Barbarroja y las razias de los piratas berberiscos en el Mediterráneo, la guerra contra el turco otomano fue una amenaza permanente. Su gran rival fue Francisco I, enfrente y detrás de todos los conflictos, desde la elección imperial, luego Navarra, el Milanesado, Nápoles, incluso aliado con Solimán. El papa Clemente VII estuvo de su parte provocando la ira imperial y el saco de Roma; la paradoja de la unidad cristiana; el defensor de la fe católica enfrentado al heredero de Pedro. No fue la única contradicción; los príncipes luteranos, sus propios súbditos, lo pusieron ante el dilema de la unidad de la fe o la de sus reinos. Y siempre la misma solución, la espada sangrienta contra los hermanos de fe, contra sus propios súbditos, contra él mismo, príncipe ilustrado y políglota, defensor de las tradiciones corteses del Condado de Borgoña, la herencia de su abuela paterna que nunca recuperó. Aficionado a las artes, Tiziano le pintó de pie en la poderosa juventud, ecuestre en la fortaleza de la edad y sedente cuando empezaba a decaer su impulso.

Qué queda de todo eso, se pregunta condolido por esta maldita gota que le revienta las venas y las piernas, como si toda la rabia de los rebeldes luteranos, los decapitados comuneros, los lansquenetes alemanes y los tercios hispanos en todos los campos de batalla; hasta los nativos de las Indias que extrajeron el oro y la plata viajera de las oscuras minas a las no menos oscuras faltriqueras de Jakob Fugger, el banquero de los Habsburgo, luego los Spinola y otros muchos banqueros genoveses, españoles, portugueses.

La inutilidad de tanto esfuerzo.

Carlos reparte su herencia: para su hijo Felipe, los reinos hispanos y sus respectivas posesiones, lastrados por las enormes deudas que servirán a un nuevo renacimiento europeo y hundirán a Castilla en los siglos venideros. Para su hermano Fernando, último rex romanorum coronado en la capilla Palatina de Aquisgrán, el imperio y sus posesiones austriacas. Su hijo concluirá el Concilio de Trento, la reacción ultramontana contra la reforma protestante.

Todos son sueños que acaban en guerras y muerte entre hermanos. No hay tampoco fe que los una, porque desde el papa hasta el último creyente, la espada es apéndice de la cruz.

Escena III: Isla de Elba, marzo de 1815.

Desde lo alto del acantilado en la Punta della Testa, Napoleón mira a poniente. Frente a él, a unas pocas millas náuticas, su amada Córcega; más allá, la España rebelde que le hizo retirar del frente ruso un contingente importante de soldados. El sueño de conquistar Europa bajo una corona imperial se rompió ante el empecinamiento de un pueblo inculto que prefiere a un rey felón.