La valía de los intelectuales españoles es tan estratosférica que no ha podido ser identificada por ningún foro internacional, seguramente por un problema de ancho de vía. En cambio, la cobardía del gremio estaba fuera de toda duda antes incluso de convertirse en el sector mejor escondido durante la pandemia, solo les ha faltado patrullar con la policía de balcones. El último episodio de su gallardía colectiva fue la deserción masiva de la defensa de una pequeña editorial española acosada por el agente literario Andrew Wylie, apodado El Chacal en innecesaria ofensa a tan cariñoso mamífero.

El Nobel literario del año pasado a Louise Glück causó idéntica sorpresa en la poetisa estadounidense que en el resto del orbe literario. Sus escuálidos derechos en castellano correspondían a la editorial Pre-Textos, que pronto fue conminada a interrumpir las entregas y acusada de miles de crímenes por Wylie. Es un fenómeno habitual tras la exaltación de un desconocido. Incluso puede expresarse en las recientes palabras de la agraciada a un semanario francés. «El Nobel es muy grande, y también implica muchas cosas, por ejemplo en términos de traducción. Los países se arrojan de repente sobre tus derechos de autor, es realmente extraño».

No discutiremos la sumisión de la poetisa a Wylie con su poética invocación a ‘los países’, porque son las palabras de una mera empleada del agente. Volveremos en cambio medio año después a la postura unánime de la intelectualidad española, que terció con sordina en el debate entre la editorial modesta y el depredador. Hubo un amago, un conato, pero la protección del débil se desinflaría pronto. Ni uno de los escritores renegó de los modos del estadounidense, para jurar explícitamente que jamás se dejaría representar por un intermediario que utiliza esos métodos, ni por sus desdentados imitadores españoles.

Los literatos bonitos se venden al mejor chacal. Una faena de aliño y a despotricar contra el cambio climático o contra Franco, porque el virus les da más miedo que un lobo. Cumplieron cultistas y culteranos con el cervantino «requirieron la espada, miraron al soslayo, fuéronse y no hubo nada». No es una sorpresa que los vendedores de folios compartan las técnicas de un representante de telas, pero su inclusión entre el vulgo debería podar y adecentar sus discursos pretenciosos. «Llamaré a los periodistas», clamaba el pobre editor en el desierto, sin saber que los letraheridos le venderían por una caricia de Wylie. Y así sucesivamente.