Islote de Staffa, 8 de agosto de 1829

Amada hermana, querida Fanny: Bien puedo decir que mis viajes han acabado por llevarme a los confines de la Tierra y he contemplado los márgenes mismos de la Creación, de tal manera que casi temo dar un paso más allá, por si cayera a través de un abismo infinito. La condición inhóspita de estas costas del norte solo es superada por la belleza que despierta el golpear constante de las olas contra las rocas en un movimiento que dura ya desde la noche de los tiempos más remotos. Nosotros somos criaturas recién llegadas a estos parajes, que guardan en sus contornos y en sus formas, como dicen sus escasos habitantes, la huella de los pasos que dieron dioses y gigantes antes que los hombres, criaturas de un día, siquiera exhalaran un primer aliento, débil e infantil. Nuestro buen poeta Karl Klingenmann, que viaja conmigo, comparte plenamente esta opinión, extasiado como está, con este paisaje cuya belleza ni necesita, ni parece querer que ojos humanos la contemplen.

Qué sensación de infinita pequeñez ver formaciones de roca basáltica como las que hay aquí, presentes desde mucho antes de que naciera el antepasado más remoto de la humanidad, formadas y retorcidas a lo largo de descomunales convulsiones geológicas de las que nadie guarda memoria pero que han dejado una gran cicatriz en la superficie de nuestro mundo; qué diminutos somos al comprender, que cuando la estirpe de los hombres lleve milenios extinguida, y las pirámides de Egipto sean solo polvo que el viento haya esparcido, y en fin, que cuando todos estemos olvidados de Dios, estas gigantescas catedrales de lava y basalto seguirán desafiando al tiempo

Recientemente he sentido la más poderosa inspiración ante uno de estos monumentos de la naturaleza al contemplar la Cueva de Fingal en el remoto rincón de las Hébridas.

Créeme si te digo que parece la entrada a un mundo nuevo y desconocido, a moradas submarinas, o el acceso mismo a los infiernos. Su aspecto es mágico y misterioso, como si hubiera brotado del mar tal y como está, de repente, por arte de magia. Al contemplar la enorme gruta deseo adentrarme bajo esas bóvedas y profundidades, pues el abismo me atrae, sin saber a qué desconocidos rincones me podrían conducir. Ser artista es algo maravilloso, hermana, tú lo sabes bien; el señor Turner, pintor de Londres, que está ilustrando los poemas de Walter Scott, ha hecho parte de la travesía conmigo y al contemplar la cueva de Fingal no ha dejado de dibujar sugerentes bocetos de los que nacerá, sin duda, una gran obra. Llego aquí y por momentos estoy temeroso de ver surgir entre los acantilados la figura de alguno de los gigantes que ya eran antiguos y legendarios en los tiempos en que los cantaba Osián.

Ojalá tú, mi hermana, la mitad de mi alma de artista que eres, pudieras ver estos grandes pilares hexagonales de basalto que brotaron dentro de una colada de lava fosilizada durante la infancia de nuestro planeta. Quizá héroes y gigantes pasaron por aquí camino hacia algunas de sus hazañas, puede incluso que duerman, según cuentan, dentro de estos pilares de basalto que se ven desde el mar a mucha distancia, que algún día despierten y salgan desde las profundidades de la gruta.

En mi mente estas impresiones se han convertido, casi inmediatamente, en música, siguiendo un proceso análogo a los bocetos del señor Turner.

He hecho un dibujo también, no tan bello como los de mi amigo londinense, pero con él y con las primeras notas que te adjunto en esta carta, compuestas en la misma cueva (la primera e inmediata traducción musical de la emoción que me posee), podrás hacerte una idea cabal del estado en que me encuentro.

Frente a la misma cueva, en mis oídos, resonaron de inmediato cuerdas de violas, cellos y contrabajos con tanta claridad, como si de verdad Osián me los insuflara al oído en esta isla solitaria. Una musa desconocida me habla y tú, mi hermana, serás la primera en conocer su mensaje, el canto lejano, pero eterno, de las Hébridas en la Cueva de Fingal, que te envío como si te enviara mi corazón.