Se percibe en cada esquina una plétora de entusiasmo que anticipa la liberalización de la pandemia. Ya no caemos como moscas y el fin del estado de alarma parece estar cerca con la inmunización y las vacunas avanzando a trancas y barrancas. Sigue sin ser nada fácil saber en qué momento hay que pisar el freno, pero los gobernantes se han decantado por soltar amarras y dejar la responsabilidad de las futuras restricciones de los derechos en manos de los jueces. Utilizando otras palabras a eso se le llamaría ponerse de perfil o de lado, o adoptar la política del avestruz después de haberse significado de forma abusiva en la conveniente comodidad del blindaje legislativo.

Ahora, cuando concluya el estado de alarma, el próximo fin de semana, pasaremos a vivir en una especie de limbo sin normas alternativas para combatir la emergencia sanitaria en el caso de que fuera necesario. Aunque no se percibe, ya digo; el estado de euforia y la sensación de sentirse a salvo e inmunes gracias a las vacunas pronto barrerá cualquier duda o inquietud sobre lo que pueda suceder después del verano.

Alguien escribió que se aprende con el sufrimiento; la confianza es buena, siempre y cuando se ejerce cierto control sobre ella. Los más incrédulos sostienen que confianza es poner una daga en la mano de alguien y colocar la punta sobre tu propio corazón. Otros, como Carlyle, llegaron a escribir que desconfiar es la mejor manera de que las buenas obras de los demás no te resulten edificantes.

Pronto un estado de liberación vendrá a reemplazar a un estado de alarma con el que jamás pensamos que tendríamos que convivir. Las noches del verano, que son como la perfección del pensamiento, llegarán a cubrir el hueco que dejará la primavera. Del virus, en cambio, no habrá quién se olvide tan fácilmente.