El fascismo fue una de las peores lacras que asoló el siglo XX. La ideología totalitaria se coló por las rendijas de una sociedad enferma, que no estaba preparada para asumir el grado de responsabilidad que exige la democracia y se dejó arrastrar por los cantos de sirenas de hombres con verbo locuaz. No hubo improvisación. Todo estaba atado desde el primer artículo de Mussolini en Il popolo d’Italia, llamando a las masas a revelarse contra el pasado, contra los órganos de gobierno que convertían Italia en una prisión. Él utilizó la metáfora de Ícaro: el país estaba sujeto a unas alas de cera que, una vez tras otra, le hacían caer al mar. Pero él daría a Italia un destino. Millones de muertos, represaliados y una atroz guerra culminaron el fracaso de una ideología basada en el sentimentalismo de lo identitario y en el odio hacia el otro.

Cuídense de los que anuncian que el único futuro posible pasa por ellos. España hemos sufrido el asalto del fascismo de una manera muy diferente al caso italiano, pero que se materializó en cuarenta años de dictadura. A diferencia de Italia, aquí el totalitarismo no se instaló en las urnas, sino a través de una guerra en donde los españoles se vieron atrapados, en muchas ocasiones, entre la espada y la pared. De ahí la preocupación por la banalización de la palabra fascista, término que se arroja en nuestros días a cualquier oponente, sin pasar el filtro de un análisis riguroso ni una reflexión pausada. Fascista ya ha pasado a ser el disidente, el colega que al otro lado de la barra expresa una opinión diferente. Fascista es atribuido al que saca una bandera determinada, sin que esta represente un estado totalitario. O el que habla una lengua concreta en una plaza pública. Hemos convertido el término ‘fascista’ en una adoquín que tirar al otro lado de la calle, sin importar si quiera el peso de la piedra. En los últimos diez años la lluvia pétrea se ha hecho tan grande que precisamente el miedo al fascismo ha perdido todo su valor, porque se ha vaciado de contenido, al igual que los niños descubren que bajo la sábana no hay fantasmas.

Pero bajo la sábana sí hay fantasmas. En España se produce un desajuste ideológico entre izquierda y derecha, responsable en última instancia de la polarización política en la que vivimos. La banalización del fascismo llegó en los últimos quince años para decretar qué era y no era aceptable, con quién se podía pactar en el juego democrático y a quién había que aislar. Pero los encargados de decidir las reglas del juego se han mostrado interesados y han pervertido el propio funcionamiento. A la gente se le ha intentado convencer de que Felipe González, el presidente socialista, era fascista. Tras él, una lista innumerable de políticos y personajes públicos han ostentado la etiqueta, más allá de los que hicieron posible la Transición, Carrillo incluido. Fascista fue Albert Rivera, al que llamaban ‘Primo de Rivera’ y vestían de azul marino. También catalogaron así a Mariano Rajoy, a quien en su partido consideran demasiado tibio y centrado. Lo fue Núñez Feijoo en campaña electoral y lo es ahora Ayuso. Fascistas han sido los miembros del Tribunal Supremo que han juzgado el Procés y fascistas son todos aquellos periodistas que han criticado una y otra vez esta interesada manipulación del término. Hasta se ha leído que Javier Marías, Vargas Llosa, Pérez Reverte y Savater lo son.

Si todo es fascismo, si se ha identificado cualquier tipo de derecha con el totalitarismo y se ha rescatado la memoria de Franco en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, ¿acaso el término no ha perdido su poder de evocación? Ábalos comparó en un mitín el Madrid de Ayuso con el de Franco e insinuó que el actual estado de la capital es lo más parecido que hemos vivido a una dictadura. En la misma línea, numerosos intelectuales (algunos lo son de verdad) firmaron un manifiesto hablando de «26 años infernales» en Madrid gracias a la derecha. ¿Si banalizamos de esta manera las consecuencias de una dictadura no estaremos restándole valor a la democracia?

En efecto, parece que los que menos en serio se toman la memoria de los cuarenta años de franquismo son precisamente aquellos que reclaman la identidad de los represaliados. Es difícil entablar un razonamiento serio con quienes denuncian el fascismo galopante de las instituciones pero están en las instituciones, con quienes exigen un cordón sanitario a Vox pero ofrecen la mano a Bildu, partido que, esta vez sí, es el que más se parece a la definición de totalitario. Parte de la izquierda anda metida en justificaciones sobre la condena de la violencia del partido abertzale y se tapa los ojos cada vez que un etarra sale de la cárcel y es recibido por diputados y concejales con champán. Y sin condenar la violencia. Si eso no es fascismo, se le parece mucho.

Otra de las aristas de equiparar todo con el fascismo es que las críticas pierden efecto. Un ejemplo bastará para ilustrar esta idea. Me refiero al cartel de V0x contra los ‘Menas’. La imagen es tan populista que bastaría un discurso serio para desmontarla. La identificación del Mena con el mal absoluto responde al mismo procedimiento que otros partidos aplican a Vox. Demonizar, elevar los casos a lo general, responsabilizar a ese sector de la población del miedo absoluto no es solamente mezquino: es también falso. Si Vox se ampara en el silogismo de que todos los hombres no son asesinos para criticar el concepto de género en la violencia, deberían ser más cuidadosos en entablar una relación de causa y efecto entre el inmigrante menor y la delincuencia. Pero probablemente este razonamiento no les dé votos.

Por eso combatir ciertas ideas de Vox lanzando pedradas en Vallecas rentabiliza sus actos. No se les puede acorralar en el Congreso caricaturizándolos, ni pintándole cuernos y rabo cuando se les ponen alfombras a otros partidos que sí han intentado romper el orden constitucional, ya sea con pistolas o con falsas urnas. Los postulados de Vox encierran una sociedad muy alejada de mi visión del mundo, pero no se han salido ni un ápice de la legalidad, algo de lo que no todos los partidos pueden presumir. No es Vox el que está llevando las instituciones democráticas al límite ni quien está desprestigiando a la justicia, a la corona y a la propia cámara de representantes. Vox está tirando de un extremo de la cuerda porque al otro lado hay alguien que le ofrece estirarla.

La última banalización del fascismo proviene precisamente del blanqueamiento del comunismo, el otro eje maligno del siglo XX. Conviene recordar que hoy en España tenemos una vicepresidenta que se vanagloria de pertenecer al Partido Comunista y a otros tantos ministros que celebran el ascenso de Lenin al poder en Rusia, millones de muertos aparte. ¿Qué diríamos si Casado reivindicase el legado de Franco en las Cortes, si Arrimadas fuese un día al Congreso con un pañuelo con lictores o Abascal saliese a pasear con una esvástica?

Escribe Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo: «La creación artificial de las condiciones de guerra civil mediante las que los nazis se abrieron camino con el chantaje hacia el poder posee algo más que la obvia ventaja de provocar disturbios (…) En el centro del movimiento, como el motor que se pone en marcha, se halla el jefe (…) Su posición dentro de este círculo íntimo depende de su capacidad para tejer intrigas entre sus miembros y de su habilidad para cambiar constantemente a quienes forman parte de ese círculo (…) El jefe representa al movimiento de una forma totalmente diferente de la de todos los demás líderes ordinarios del partido; reivindica la responsabilidad personal por cada acción, acto o fechoría...».

Espero que de tanto buscar el fascismo no nos pase como a los niños que temen a los fantasmas, acostumbrados a cerrar los ojos cuando escuchan un ruido más allá de las sábanas.